Adiós, Cristina
El sol se había escondido entre nubes negras y se ponía por arriba de la plaza, entre celajes plateados, en desconocidas magnificencias, desde las que se asomó a contemplar los espléndidos lances de Jerónimo; río de pases naturales que lamían la arena de la plaza, y más allá de lo que su toreo nos mostraba, el sentimiento expresaba --al caer las manos-- triste dejadez, y los párpados ocultos entre las pestañas mostraban la pupila melancólica que parecía contemplar la propia visión interior del torero, ajeno a que la plaza enloquecida se venía abajo.
La barbilla se afianzaba sobre el cuerpo, clásicamente, al ritmo de dos pases naturales que parecía que nunca acabarían. El cuadro hablaba de la melancolía y los agujeros negros de la tristeza. La boca contraída conservaba algo de un ingenio sonreír que los hombres sensuales guardan más tiempo que el resto de los humanos. El rostro del torero mostraba sólo ideas generales, difusas, sin necesidad de complicársela con ademanes, gesticulaciones y demás matalaje antitaurino.
En Jerónimo, el novillero que se presentaba late un ser humilde y sencillo, el enigma de lo desconocido que espera la posibilidad que el genio lo escoja y lo revele. Y al proyectarse sobre el pequeño mundo de la misteriosa torería aparece detrás de ella la virtud dramática que oculta la esencia de un estilo que lo define y habla de su herencia tlaxcalteca.
El genio creador halló en Jerónimo la arcilla de lo melancólico y de una existencia humilde, materia dúctil si es que se decide hacer figura del toreo. El demostró ayer que nada es imposible y no hay nada insignificante. En todo late y alienta la esencia de la vida. El toreo es, al fin, misterio, y cada cosa es un mundo y en todo vibra el cuerpo que tiene la llama de la vida y busca prolongar el espíritu.
Descubrir esa llama, percibir en su luz las profundas raíces de la dramática existencia de todo torero, será la tarea que tiene por delante Jerónimo, y será la que lo caracterice. Darle relieve, destacarse, es privilegio de los toreros triunfadores. Es por eso que llegan a equipararse a los ídolos y se vuelven mitos, personajes arrancados al campo bravo que, gracias al toreo, sacan lo que en sí mismo tienen; esencia, insuflada con el soplo de la hondura, que es la verdad torera.
Si bien es cierto que los novillines de Santiago eran unos bombones, de esos con que sueñan los toreros, Jerónimo enseñó ser poseedor de un arte y una torería de que tan necesitado está el toreo mexicano. Su natural verdor le impidió redondear un triunfo apoteósico, pero no le impidió borrar del ruedo al niño español El Juli, que había llevado gente a la plaza y que sólo mostró detalles. A cambio de ello Jerónimo terminó en la enfermería de la plaza conmocionado.