La Jornada Semanal, 13 de julio de 1997
ENTREVISTA CON JULIO ORTEGA
El discurso de la abundancia y Una poética del cambio del ensayista peruano Julio Ortega, constituyen una reflexión creativa en torno a la identidad intelectual y artística latinoamericana. Crítico, poeta y narrador, recientemente publicó La Mesa del Padre ( Monte çvila, Caracas, 1995) y Arte de Innovar (UNAM/El Equilibrista, 1995). En Providence, en donde dirige el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Brown, María Ramírez Ribes conversó con él acerca de la visión que América Latina ha tenido de sí misma.
Has señalado que Guamán Poma andinizó el mundo y el Inca Garcilaso universalizó el incario. Ambos formaron parte del discurso de la abundancia que caracterizó a América Latina en el pasado. ¿Existe hoy ese discurso?
-Digamos que coexisten tres modelos de representación de la experiencia americana, que he llamado de la abundancia, de la carencia y de la virtualidad. Son modelos discursivos, matrices de nuevos textos. En el sentido de Foucault serían archivos: fuentes generadoras de representaciones discursivas. El de la abundancia existe todavía y compite con los otros. Predomina hoy el de la carencia por las obvias razones de las crisis sucesivas que han terminado desmoralizando a América Latina. Pero el discurso de la abundancia lo verificamos, por ejemplo, en el arte popular. Las artes populares hoy son elaboraciones de las crisis: las representan, las contradicen, las exceden. Estas artes, en toda América Latina, gozan de una salud creativa extraordinaria y han gestado también sus propios mercados de distribución. En Venezuela descubrí que hay artesanía peruana que fabrica arte popular colombiano o venezolano, o sea que estos países han transnacionalizado sus imágenes. Esos famosos camioncitos colombianos se hacen en varios países ahora, con nombres de cada lugar, y son emblemas de abundancia porque están llenos de frutas, pero también ilustran la migración. Las frutas se prodigan en los retablos arcaicos y en las arpilleras, cuyas escenas de juegos sugieren una nostalgia de las ceremonias de abundancia; pueden ser bienes que han desaparecido y a los que se les convoca ritualmente. Pero por otro lado también hay discursos de afirmación de vida en algunas formas literarias, en el cuento por ejemplo.
El cuento latinoamericano hoy tiene una enorme flexibilidad para representar experiencias distintas y contradictorias. El cuento que representa la carencia siempre ha sido realista, escueto, sumario. El cuento que representa exaltaciones, fruiciones, gozos, que podemos asociar con la abundancia como plenitud de significado, placer y diálogo, es más bien poliforme y de voces múltiples. La presencia de lo urbano oral y popular, por ejemplo, no es siempre traumática, no es siempre representación de carencia. Y en la pintura tenemos un tercer ejemplo. La pintura latinoamericana inmediatamente se evidencia por su color, sobre todo la audacia del color contrastivo. Grandes planos, pulidos o de textura material. Hay así un color terrestre, un lenguaje plástico que busca exceder el campo de la mirada museológica; no quiero decir que se trata de un cromatismo típico, sino más bien de un color anímico: es un registro sensorial y apelativo. Es otro subrayado de la abundancia.
-El sincretismo latinoamericano ha sido un antecedente de la posmodernidad por su naturaleza inclusiva. ¿Crees que ésta sigue siendo una característica?
-No estamos ya en una época de sumas. El sincretismo se sigue manifestando a modo de los ``injertos'', diría yo siguiendo el modelo del Inca Garcilaso, que compartimos. El Inca recomienda injertar plantas de Europa en plantas indígenas: dice que producen más porque la tierra es más pródiga; y también Martí desarrolla esa imagen del tronco americano con ramas europeas. En efecto, el sincretismo es una gran metáfora de nuestra capacidad de tejer culturalmente. Hoy se habla de la ``valija cultural'': todos llevamos una valija y si la abrimos vemos una serie de elementos que son los primeros auxilios culturales; van desde estampitas milagrosas y talismanes hasta mapas y fotos de familia; y cada valija es seguramente una breve suma de referencias que tienen que ver con la memoria y la identidad. En esa valija se ve la calidad migratoria de los signos culturales nuestros; y por eso no puede ser una suma, porque una suma de datos culturales haría muy pesado el equipaje. En cambio, en la hibridez y en el injerto, en el mestizaje de las metáforas sincréticas, pocas cosas dan cuenta de muchas; una palabra da cuenta de una región, una figura da cuenta de una composición de campo. De modo que en ese sentido no somos tan totalizadores como en los años sesenta, cuando se sumaban cosas alegremente; se sumaban hablas, naciones y regiones, como si una sola América Latina fuera posible. Nos hemos hecho menos retóricos, más ligeros de equipaje, más críticos. Pero seguimos practicando los injertos que hacen fecundar nuestra capacidad de dar sentido al mundo.
-¿Qué diferencia habría entre la idea de América Latina que se tuvo en el siglo XIX y la que se tiene hoy?
-En el siglo XIX las naciones y las nacionalidades se forjaron a partir de comunidades que hoy son llamadas ``imaginarias'', porque se crearon como actos casi de voluntad, y a veces de fe, pero con la fuerza suficiente del reconocimiento ciudadano moderno. A veces los Estados eran más importantes que las naciones, y por lo tanto expresaban una nacionalidad dominante en países por definición multinacionales como son los nuestros. El siglo XIX es nuestra etapa de formación, aunque haya sido no pocas veces conformada por la exclusión. En los años sesenta se veía al siglo XIX con mucho escepticismo. Desde un presentismo que reescribía la historia hasta perderla de vista, se habló del fracaso de la emancipación americana, se creyó que la independencia había sido una guerra civil, que el Estado fue una mera presencia de la clase dominante, y que había una modernización dependiente. Esta visión negativa del XIX estaba acentuada además por la desvaloración del liberalismo: se pensaba que los liberales eran simplemente unos conservadores que detenían a las fuerzas de emancipación desatadas por la independencia. Pero creo que esa lectura manipulativa está siendo revisada hoy, al punto que hay una revalorización del XIX. Sobre todo porque en el XIX también se gesta la conciencia crítica de los límites del Estado, la necesidad de una civilización política liberal, la emergencia de voces populares a través de la literatura anticanónica. Tenemos también una visión procesal porque el XIX nuestro es menos orgánico que el europeo.
Hoy día tenemos una idea bastante modesta de nosotros mismos. Estamos en una época de autocrítica, a veces pienso yo que exacerbada, porque pasa por la negación de los sujetos, y hay una especie de posición negativista que es bastante ilustrativa del actual malestar moral y anímico, pero también de las dificultades reales de poder representar una crisis tan compleja. Ante la imposibilidad aparente de controlar con el lenguaje analítico lo que ocurre, hemos llegado a esta posición autoderogativa, que en algunos países es más fuerte que en otros, y que parece complacerse en una suerte de cultura de la derrota -actitud que yo diría no es digna y tampoco inteligente.
-¿Crees que el resentimiento es indisociable de la historia de América?
-El resentimiento es muy fuerte en la historia. Sin duda no se podrá medir, pero el resentimiento del Sur contra el Norte en los Estados Unidos, o el de un Estado contra otro, sin duda ha jugado algún papel, para no hablar ya de las enemistades de las minorías migrantes y del racismo. Pero hay quienes creen que el resentimiento puede ser creativo. En Puerto Rico, Edgardo Rodríguez Julia piensa que el resentimiento es un componente de la identidad colonial puertorriqueña, y que es una fuerza que mueve el deseo y que puede ser quizá positiva. No estoy seguro, porque el resentimiento, como tantas otras colaboraciones anímicas de la mirada, lo que hace es distorsionar los hechos e introducir una subjetividad traumática en la interacción de los sujetos y su medio. Somos culturas que han convertido en mitología nacional sus propios traumas.
-¿Cómo es el matrimonio entre el intelectual y la política en América Latina?
-No conozco una sola historia feliz de ese matrimonio. En el siglo XIX la gente era más política que ahora. Sarmiento, que fue presidente de su país, al viajar por el Mississippi y observar el progreso norteamericano llegó a la conclusión de que éste se debía a la suma de las vías de comunicación, las escuelas y la migración, y aplicó esa receta literalmente a Argentina. Pero cuando fracasó, atribuyó la culpa a los demás, y dijo que era un problema racial. Si la raza latinoamericana era inferior no podía triunfar dentro de un proyecto moderno. Y esa historia se repite una y otra vez, con distintos culpables. Pero los fracasos no niegan la vocación política del intelectual; y aunque no hay una fórmula política ideal para esa participación civil, creo que se puede decir que la mejor función política del intelectual sigue siendo la de dudar y cuestionar, porque si el intelectual no duda ya no cumple una función política sino dogmática.