La Jornada Semanal, 13 de julio de 1997


CRONICA BERLINESA

Blas Matamoros

Desde hace ya varias décadas el escritor argentino Blas Matamoro reside en Madrid, donde dirige la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Además de la música y la literatura, Matamoro es apasionado de los viajes. En este ensayo ofrece un guiño inteligente a Walter Benjamin y su Crónica berlinesa. Para Benjamin, el viajero sentimental, el flaneur, dispone de una técnica perfecta para recorrer una ciudad: perderse. Ofrecemos los hallazgos de Matamoro en su extravío berlinés.



La mitad oriental de la ciudad sigue patas arriba, más aún que en 1994. Sensación de que acaba de terminar una guerra y se reconstruye lo destruido. En verdad, ha terminado la guerra fría y ha dejado su marca de ruinas. Berlín fabrica sus otras ruinas y eleva su nuevo perfil de capital de Europa.

A pesar de su antigüedad, Berlín apenas tiene conjuntos históricos. El barrio medieval de Sankt Niklais es sólo una miniatura, frente a la cual la iglesia de cerámica chocolate y crema de vainilla, con sus chapiteles interminables, parece un gigante venido de otra parte. Ya entonces, el look berlinés era la desproporción. Luego está el espacio de Federico II y sus continuadores, de un rococó pobretón, cuartelario y tristorro, salvo la antigua biblioteca, con sus curvas barrocas que le han merecido el apodo de la cómoda. Cada vez que cruzo la plaza de la îpera, frente a ella, pienso con horror en la hoguera de libros que encendieron allí los nazis en 1933.

Por todas partes, las huellas de la destrucción, unida, en estos años, a la imagen destructiva de las grandes obras públicas. Es patético observar las instalaciones de los museos arqueológicos, en los cuales los alemanes han preservado de la aniquilación las piedras de Pérgamo, de Babilonia, de templos romanos. Durante la guerra, estos restos se salvaron porque se llenó el local con bolsas de arena, que amortiguaban los efectos de las bombas.

Afortunadamente, no quedan conjuntos guillerminos, esa arquitectura maciza, sin poros, escarnio de todo diseño, llena de pegotes que parecen venir de una liquidación de sobras. Ejemplo supremo: la espantosa catedral. Nada tiene que ver con nada: pedazos de fachada sobre pedazos de fachada, cúpulas de cualquier tamaño, implacable superposición de poncifs decorativos. Espíritu de una cultura sin estilo y sofocada en su aislamiento, como Alemania. Oscuridad de la piedra que parece metal (la catedral de Colonia me produjo el mismo efecto). Arquitectura acorazada.

Después está la construcción de la era Adenauer, sobre todo al oeste, en Charlottenburg. Superficies lisas, inexpresivas, mudas. Una sociedad que no tenía nada que decir ni nada que decirse, que sólo podíaÊtrabajar en silencio avergonzado, esperando la hora de recuperar su orgullo.

En diversos puntos de la ciudad hay monumentos que parecen hechos con pedazos de cosas, con ruinas y desechos. Con los escombros de 1945 se hizo una montaña, llamada del Diablo, y encima un parque. Por la novedad de la edificación se puede calcular la magnitud de lo destruido. La historia de Berlín está ostensiblemente hecha de cicatrices. La última que vi fue el largo baldío que ocupó la muralla, hasta 1989. Ahora está cubierto de grúas y pronto será una ringlera de novedades.

Tal vez no haya ciudad en Europa que haya cambiado tanto como Berlín en este siglo: capital del imperio, menesterosa y alocada ciudad de posguerra, tinglado de Hitler, campo de escombros y, a los quince años de la paz, la muralla. La vi en 1984 y, en 1994, al contemplar su ausencia y el Check Point donde los policías del Este nos requisaban con perros y ametralladoras (yo iba en un bus de alemanes, el pasaporte español dulcificó las maneras), sentí melancolía. Nunca más vería la muralla, nunca más vería aquella Berlín por el medio de la cual discurría la frontera entre dos mundos. El planeta que había conocido desde niño, desaparecido, y el futuro encarnado en la sociedad comunista, disuelto como un castillo de hadas en el aire de la historia. Como esta vez acudo a un coloquio sobre Proust, lo veo todo como las fugitivas calles de Proust, hechas de tiempo, memoria y desaparición.

Nos enteramos de la muerte de Marcel Carné. Para los más viejecitos, es el director de su juventud. Su muelle de las brumas, su bulevar del crimen, su hotel del norte, resultan más duraderos que los imperios de Chamberlain, Hitler y Stalin, que eran sus contemporáneos. La vida es corta y el arte es más largo que la vida. Pero ¿cuál es la ficción? ¿Por qué perdura un fantasma de luz y celuloide fotografiado en una escenografía de cartón piedra? Respuesta provisional: porque nunca tuvo cuerpo.

Nos ofrece una copa en su piso Nikolaus Sombart. Bueno, dos copas. Somos un tropel y faltan sillas. Nos sofocamos. Nikolaus, cortesano y ceremonioso, con sus ¿ochenta? años, es muy Sehr vehrerte Herr President, como denomina al Doktor Speck, elegantísimo presidente de la Marcel Proust Gesellschaft. Mucho Deutsche Mark en el ambiente: Speck es un urólogo de Colonia (casi tiene la misma profesión del hermano de Proust) y coleccionista de pintura contemporánea. Como la colección no le cabe en la casa, la ha depositado en el museo colonés. Sombart tiene una intervención rococó. Se acerca a la señora francesa que está sudando a mi lado, Madame Viart, y le dice: ``Estaba admirando su perfil de lejos, ahora quiero verlo de cerca.''

El piso está en el barrio de Wilmersdorf, muy elegantoso y bastante respetado por las bombas de los Aliados. Me entero de que Nikolaus es hijo de Werner Sombart, el sociólogo que leíamos en nuestra juventud. Hay en la casa una suerte de exposición de sus libros, amenazados por las aureolas que dejan las copas de vino de Franconia (es igual al torrontés blanco de Salta). La casa es oscura, con muebles oscuros, tapices oscuros y las paredes pintadas de verde oscuro. Todo muy prusiano, indigesto y castrense. Grabados espeluznantes, bronces, divanes orientales. De nuevo, nada pega con nada. Me quedo con el fantasma del socialista Sombart.

La severidad que quiere y no puede ser lujo. Por algo el kitsch es alemán: error en el diseño, estilos mal reproducidos. Los franceses, cuando son pomposos, aciertan con la pompa. Los italianos pueden ser grandiosos y los españoles, auténtica y mortificadamente severos. Los prusianos ¿qué son? ¿Qué lugar ocupan entre Baviera y Pomerania?

Reconozco la ciudad y no me reconozco en ella. Llamo a mi amigo Fernando por teléfono y me recupero un poco al oír su voz. Sin ti yo no soy. Para colmo, estoy todo el día oyendo hablar en alemán, francés e italiano, intentando pasar de una provincia a otra de Babel. Por la calle, turco y polaco. Al volver al hotel, me pongo a monologar en español. Por suerte, al tercer día de coloquio aparece un espectador madrileño y dialogamos en ese dialecto neolatino.

En un intervalo de las sesiones, un mediodía nublado y garuoso, me voy por la Unter den Linden hasta la Puerta de Brandemburgo. Venden trozos de muralla apócrifa, gorros del Ejército rojo, banderas comunistas, huevos de madera laqueada y muñecas Matrioshka. Todos son souvenirs, recuerdos del ``Aquí yace''. Lo mismo que en la puerta de la universidad, los libros de la antigua DDR. Parece mentira que la revolución proletaria y la liberación de los pueblos por el bolchevismo sean piezas arqueológicas. ¿Qué serían diez años atrás?

El vendedor de pretzels es un hindú. La de salchichas de Turingia, que llenan el aire con olor a grasa caliente y mostaza bravía, una argentina casada con un peruano. ``Che, cambiáme este billete en la Kasse'', le dice al marido.

Me siento un poco palurdo y con el sueño del pibe al leer mi ponencia en un estrado monumentoso de madera, donde quizá tronaron Hegel y los hermanos Humboldt. Al final cometo un lapsus que me enorgullece: en vez de decir que Proust nos ha dejado sus revenus (sus rentas) digo que nos ha dejado sus revenants(sus fantasmas, sus zombies). El patinazo es más elocuente que lo escrito de antemano.

Los días del otoño berlinés son cortísimos, más cortos aún por el mal tiempo. A las cuatro de la tarde ya es de noche. Los berlineses suelen tomar, imperturbables, su imbiss (¿merienda?) en unos puestitos callejeros que fueron de salchichas y cerveza. Luego, los turcos los llenaron de kebab y olor a Barrio Latino y bulevar Barbs. Ahora están siendo desplazados por los vietnamitas, que ofrecen unos cazos con comiditas que huelen a especias.

Los alemanes tienen una tasa de crecimiento negativo y, a este ritmo, Berlín será Singapur y tendrá un alcalde negro o amarillo. Resultará un bien para Occidente: la cultura es mezcla o no es nada. La mezcla del ágora griega y el foro romano es la base de nuestra civilización, de la que estoy tan orgulloso y avergonzado en esta ciudad tan organizada y cordial, que fue la capital del nazismo.

Lo único verdaderamente universal son los taxistas. Se ponen a monologar con los desconocidos para romper el encierro del taxi, y a quejarse del gobierno, que está obsesionado por el déficit y enriquece a los constructores, mientras las calles se vuelven intransitables por las obras.

También hay que decir que es universal la fauna de los coloquios, con sus profesores que son la encarnación del Mejor Alumno, y que saben lo que nadie sabe. Con todo, los críticos alemanes me parecen más sólidos, quizá porque la filosofía les da un apoyo seguro, con todos los riesgos de la seguridad. Resultan preferibles a los franceses, cuyas sutilezas jesuíticas y bizantinas, a menudo, no pasan de coqueterías.

Herr Doktor Speck nos da un banquete a toda pastilla en el restaurante Elmelerhaus, junto a un canal, un palacete rococó cuyos techos están llenos de señoras desnudas y culonas y, en un salón, llevan espejos pegados. Beretta Anguissola, italiano él, me comenta: ``Ma questo piuttosto mi pare sia un bordello.''

La Friedrichstrasse es una miniatura de la historia berlinesa. A un lado de Unter den Linden queda bastante de la ciudad de los veinte, con sus cines, teatros de revistas y cabarets, art déco un tanto rudo y milico, en esta ciudad de soldados y trabajadores y burgueses desorientados. Al otro lado, la nueva Berlín, con su arquitectura felizmente internacional. En las Galeries Lafayette, un pueblo educado por el marxismo-leninismo se extasía en un negocio de videos norteamericanos, el Planet Hollywood, lleno de muñecos que representan al pato Donald y Rambo. Menos mal que en la Plaza del Ayuntamiento quedan esos otros muñecos de bronce, Engels sentado y Marx de pie. En una pared, una alegoría muestra la cabeza gigantesca de Marx en el cielo, sobre una multitud atormentada de obreros y campesinos. ¿Quién conduce la historia? ¿El marxismo o Alemania?

Más allá de la Oranientor está el cementerio hugonote llamado Dorotheen Stadt. Es un oasis aldeano, con viejos árboles y un colchón de hojas secas. Un lugar con desniveles, íntimo, como una biblioteca. Justamente, lo preside una estatua de Lutero con la Biblia abierta (su Biblia alemana). Las tumbas de Heinrich Mann y su última mujer (tan poco querida por su cuñado Thomas), Johannes Becher, Arnold Zweig, Anna Seghers, Bertolt Brecht y los músicos Paul Dessau y Hans Eisler, que huyeron del nazismo a los Estados Unidos de Roosevelt y, luego, del macartismo al estalinismo. Y está Hegel con su mujer y Fichte con la suya. La tumba de Fichte es de cierto aparato, un obelisco con el medallón del filósofo. En cambio, la de Hegel, ese pensador napoleónico, como lo llamaba Ortega, es una lápida modestísima de mármol color salchicha. En la tierra se ve el contorno del ataúd y puedo imaginar dónde yace ese cráneo que alojó el poderoso cerebro, capaz de pensar la historia universal. Hegel reposa de su esfuerzo generoso y a la vez un poco monstruoso: descubrir que en la historia, conducida por la razón, no halla suelo la dicha de los hombres. Está bien que descanse en ese lugar que es, según él pensaba, cualquier lugar del mundo, o sea el Mundo.

El Tiergarten, domingo por la mañana. El parque está dorado, rojo y cobrizo, sobre un fondo de verde mineral. La Columna de la Victoria, con Bismarck y sus mariscales, es convenientemente deforme y espantosa. Hay paseantes solitarios, alemanes del romanticismo, silenciosos y ensimismados. Son luteranos, evidentemente, rumian su coloquio con ese Dios que no responde.

El mercadillo de pulgas en la Fasanenstrasse. Montones de bustos y grabados del Kaiser y sus generales, héroes de la derrota. Crepúsculo de los dioses y culto alemán por la autodestrucción. Thomas Mann decía que Wotan, el wagneriano Wotan, representa el criminal esfuerzo por destruir el universo para defender la patria. Con el universo, finalmente, se aniquila también a la patria.

La contrafigura gratificante de Wotan es Marlene Dietrich, que aparece profusamente en las tarjetas postales, casas de discos y de modas. La cabaretera berlinesa que cantó para los soldados cuyos bombazos destruyeron el Tercer Reich. Ella también representa la derrota, pero, al tiempo, a esa Alemania goetheana y universal que podía volverse contra sí misma y a favor de la humanidad. Aunque fuera a cañonazos. ¿No vio Hegel en Napoleón al espíritu objetivo a caballo?

*Viaje a Berlín, 31 de octubre a 4 de noviembre de 1996.