Llegó a su fin la que fue calificada por propios y extraños como una jornada histórica. El recuento de resultados en todos los sentidos, que no sólo de los votos, debe motivar a contendientes y ciudadanos a una profunda reflexión acerca de los retos que implica el nuevo escenario que se ha abierto a partir de las elecciones del pasado 6 de julio, de las que ha surgido una nueva correlación de fuerzas.
La euforia de la victoria y la desazón de la derrota son el pasado, si se cuenta con instituciones políticas serias, no electoreras. Quienes obtuvieron el respaldo para sus propuestas programáticas, tienen por delante la obligación política y moral de refrendar en los hechos, como gobernantes, la confianza que se les ha depositado. Quienes lo perdieron, tienen la obligación de analizar con el mayor cuidado las verdaderas razones de su retroceso. Por último, los ciudadanos debemos mantener presentes las valoraciones que hicimos antes de cruzar las papeletas --gesto con el que delegamos en unos pocos la responsabilidad de gobernar para todos--, tener en cuenta también que en todo momento el ciudadano es el mandante --la soberanía reside esencialmente en el pueblo--, y el gobernante es su mandatario, es decir, el que fue encargado para cumplir con el mandato popular. Los compromisos de campaña no son cantos de sirena, sino las más graves obligaciones que adquirieron aquellos que convencieron y vencieron. Y no es de ningún modo inoportuno recordar que los votos obtenidos no constituyen ninguna especie de cheque en blanco ni carta de ciudadanía para la arbitrariedad. El más importante de los objetivos que tenemos, tanto gobernantes como gobernados, es el de buscar el bien común por medio de la justicia, única garantía para la paz social.
Muchos somos los ciudadanos que consideramos que se ha abierto una nueva puerta a la esperanza. A la esperanza de que el fraude y la falsedad vayan quedando relegados al recuerdo de un pasado de oprobio. A la esperanza de que la procuración y la administración de justicia recobren su verdadera dimensión en cuanto garantes de la convivencia pacífica y civilizada. A la esperanza de que todos los derechos humanos dejen de ser retórica pura y cobren corporeidad en lo cotidiano de las vidas de todos los habitantes del país; de que la legalidad sea la reguladora de la estructura y el funcionamiento del Estado; y de que sea la ley y no la arbitrariedad, y mucho menos la impunidad, la rectora de las relaciones entre los ciudadanos y el gobierno. Muchos somos los que estamos ahora pensando en que se ha abierto una rendija que nos puede conducir, de verdad, a la construcción de un genuino Estado de derecho, que descanse fundamentalmente en el consenso libre de la sociedad y no en el corporativismo, o, peor aún, en el control policiaco y la represión de los que se atreven a manifestar abierta y pacíficamente sus justas demandas o su desacuerdo con la línea oficial.
Retomando las palabras de Teresa Jardí, ``ojalá y nunca tengamos que pensar que era el menos malo''; habría que hacer conciencia de que los problemas que nos aquejan son tantos y tan complejos, que únicamente pueden resolverse mediante el concurso de todas las fuerzas de que disponemos, superando paternalismos, dejando de lado las luchas facciosas y los sectarismos, y teniendo presente que no otorgamos el voto a un individuo para que él solo resuelva la enorme tarea, sino a un programa de gobierno que nos debe involucrar a todos.
Ahora bien, es imprescindible reconocer que falta mucho todavía para poder afirmar que el tipo de democracia que se abrió paso tras las elecciones del domingo pasado, ha dejado atrás realidades excluyentes no sólo de los ciudadanos comunes, sino incluso de ciertos niveles de la administración pública. Una de ellas es la que se refiere al diseño e implementación de las políticas de seguridad nacional y de seguridad ciudadana, que a últimas fechas han venido fundiéndose en una sola política de control social, que actualmente está siendo ejecutada y dirigida por las fuerzas castrenses, sin prestar ninguna atención a las observaciones y sugerencias que reiteradamente han sido hechas por las organizaciones ciudadanas de defensa y promoción de los derechos humanos. Sin falsos triunfalismos del estilo ``ahora ya la hicimos'', y bien plantados en la realidad, los ciudadanos tenemos derecho a esperar que nuestras demandas, así como ayer nuestros votos, sean bien recibidas y tenidas debidamente en cuenta.