No es mucho arriesgarse señalar que entre los múltiples significados que se le puedan atribuir a los resultados de las elecciones del pasado domingo, éstas representan un severo cuestionamiento a la estrategia económica seguida por el gobierno actual, así sea desde diversas perspectivas. No en balde, al día siguiente de los resultados, representantes gubernamentales y empresariales de alto nivel se apresuraron a asegurar que no cambiará la política económica. En realidad debieran decir que en cuanto dependa de ellos, ciertamente buscarán que no cambie esa política; sin embargo, lo más seguro es que a partir de diciembre próximo, con la instalación del nuevo Congreso o incluso antes, empecemos a vivir una profundización del debate sobre la marcha de la economía. Nada más sano para el país, pues a pesar de las autodefensas y de los aparentemente esperanzadores signos macroeconómicos de recuperación, lo cierto es que los costos de un ineludible ajuste se descargaron básicamente sobre quienes no fueron responsables de la crisis y que poca capacidad tenían para obligar a una estrategia distinta.
Afortunadamente estamos en otra situación. Menos porque exista un nuevo bloque monolítico capaz de modificar de raíz las orientaciones regresivas de la política económica actual. Más, sin duda, por el severo y firme reclamo social que se plasma y expresa en esa nueva estructura plural de minorías del Congreso que obligará a profundizar debates y a revisar estrategias. En este contexto, y a propósito de la ineludible presentación de los Criterios Generales de Política Económica para la iniciativa de Ley de Ingresos, y del Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación correspondientes a 1997, seremos testigos de una rica y renovada discusión, en la que --ojalá-- poco a poco se llegue a la raíz de las cosas, y se superen maniqueísmo y caracterizaciones caricaturescas.
En mi opinión, también en este nuevo contexto será necesario retomar, al menos, tres ejes de la discusión económica para llegar a la raíz de las cosas: 1) el del origen y causas de la inflación y, en consecuencia, de las formas de controlarla en esta economía de mercado; 2) el del papel del Estado frente al desarrollo y, también en consecuencia, de los marcos, los límites, el sentido y la orientación últimos de los procesos de privatización ; 3) finalmente, pero acaso más importante, el de las condiciones de vida de los asalariados del campo y de la ciudad y, con ello, el de las alternativas para mejorar el empleo y el salario.
El diseño y el impulso de una política económica alternativa al monetarismo recesivo actual, no necesariamente identificada con esa caricatura de populismo regresivo que atacan y combaten los cantos oficiales y empresariales actuales, obligaría a un diagnóstico distinto y, consecuentemente, a medidas distintas. Exigiría pensar distinto no sólo la economía sino la vida social toda, una vez que la sociedad misma se ha esforzado, con éxito, en pensar la vida política de manera distinta. Atrás de esto se encuentra no una ciencia neutra, sino un cúmulo de alternativas y posibilidades de orientación de la marcha económica de nuestra vida social que, en definitiva, son expresión de la pugna generalizada de clases, grupos y sectores por una mayor cuota de riqueza social, pero --acaso aún más-- de la violenta acción de monopolios por captar una participación mayor de esa riqueza social, más violenta en la medida que esta riqueza se ve disminuida severamente.
Pero una nueva política económica también exigiría actuar distinto en relación a los todavía más violentos ajustes recesivos que postran a la mayoría de la población, a los asalariados del campo y de la ciudad, a los campesinos, y a las masas urbanas desempleadas. Una visión alternativa, entonces, obliga a impulsar una férrea participación social en el proceso de determinación de las grandes orientaciones económicas del país para prevenir, justamente, acciones de poder que disfrazadas de ejercicio de libre mercado, tienden a alterar asimétricamente la distribución de la riqueza social. Nada más.