Confirmada ya oficialmente la muerte de Amado Carrillo Fuentes, jefe máximo del llamado cártel de Juárez, aún quedan por esclarecer diversos asuntos en torno a su fallecimiento, hace una semana, en un hospital de la ciudad de México. Como lo señaló ayer el propio fiscal especial de Delitos contra la Salud, Mariano Herrán Salvatti, al ratificar que el cadáver registrado a nombre de Antonio Flores Montes pertenecía en realidad a quien fue el narcotraficante más buscado del país, quedan por conocerse las circunstancias precisas en que ocurrió la muerte, así como si ésta fue producto de negligencia médica o de actos intencionales. Asimismo, debe indagarse a fondo el desempeño del centro hospitalario que, con una presteza sospechosa, alquiló todo un piso de sus instalaciones a Carrillo Fuentes, y de la agencia funeraria que, sin ninguna averiguación de por medio, recibió, acicaló y despachó a Culiacán un cadáver con nombre falso.
Más allá de estas consideraciones, es pertinente señalar que la desaparición del llamado Señor de los Cielos es un hecho de gran relevancia en el terreno del narcotráfico y de las acciones orientadas a combatirlo. No puede omitirse la circunstancia de que el sinaloense acumuló un poder tal que, según lo afirmado por las autoridades, logró poner a su servicio nada menos que al responsable del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, el general Jesús Gutiérrez Rebollo.
Si se toma en cuenta el vasto e ilegítimo poder -de fuego, económico, financiero, y acaso también, político- que se concentraba en la figura de Amado Carrillo, no es descabellado asumir que su muerte desencadenará profundos procesos de reacomodo en el ámbito de las organizaciones delictivas que operan en el país. Un escenario que no puede descartarse es el de una lucha por el poder, que podría expresarse en la proliferación de acciones violentas por parte de quienes busquen ocupar el hueco que deja Amado Carrillo en la conducción del contrabando de drogas hacia Estados Unidos. Otra posibilidad es que los narcotraficantes mexicanos se reorganicen, como ocurrió en Colombia tras el desmembramiento de los cárteles de Medellín y Cali, en grupos más pequeños y discretos, aunque no por ello menos temibles, en la medida en que un perfil bajo y una menor escala podrían otorgarles menores márgenes de visibilidad y, en consecuencia, mayores márgenes de impunidad.
En esta perspectiva, es obligado preguntarse si las instituciones encargadas de combatir el narcotráfico y de aplicar la ley, y que a raíz de la detención de Gutiérrez Rebollo transitan por una restructuración obligada, estarán en condiciones no sólo de impedir que la desaparición del capo sinaloense se traduzca en una escalada de homicidios y atentados, sino también de capitalizar la circunstancia para neutralizar a una corporación delictiva que, por el momento, parece encontrarse acéfala.