Noche de euforia. Fuimos a festejar en el Zócalo: coreamos viejas nuevas consignas, nos abrazamos. La plaza se pobló de banderas amarillas. El Zócalo es nuestro, de nuestros cantos, de nuestros bailes; es también de nuestra memoria.
Hace casi tres décadas, en agosto de 1968, venimos a acampar, a quedarnos aquí para esperar una respuesta. También entonces lo cubrimos de bailes y cantos. Pero tronaron los altavoces y de la noche brotaron tanques y soldados apuntando contra nosotros. Salimos a paso lento, cantando de rabia y de impotencia.
Durante años el Zócalo estuvo prohibido. Las marchas terminaban en la SEP o en la Alameda o en la calle de Bucareli. El Zócalo se convirtió en tabú. Las barreras de granaderos, perros y caballos nos recordaban la prohibición. El Zócalo era intocable, exclusivo para los súbditos agradecidos. Símbolo del poder negado a inconformes, ciudadanos exigentes, contestatarios ilusos, jóvenes irreverentes.
Los maestros democráticos vinieron del sur recorriendo pueblos y carreteras. Eran los nacientes años ochenta. Pedían democracia y más salario. Venían de Chiapas y Oaxaca, y luego de Morelos, Hidalgo, Estado de México. Llegaban por oleadas. Inventaron el plantón como forma de lucha. Ocuparon las calles del Centro Histórico y se quedaron ahí muchos días. El Zócalo estaba prohibido. A veces fueron desalojados de sus calles-campamento. La SEP está a dos cuadras del Zócalo. No se podía ir más allá. En el momento de mayor fuerza, el movimiento magisterial amenazó a Gobernación: ``si no hay solución, vamos a ir más allá''. El funcionario displicente preguntó: ``¿Qué más pueden hacer?'' El maestro desafiante dijo: ``vamos a avanzar dos cuadras''. Era el terreno prohibido. Tocaban el Zócalo tabú. Amenazar con ir al Zócalo era tomado como provocación.
Después de las grandes manifestaciones y la criminal represión del 68, el Zócalo quedó vedado. En el 71, el 10 de junio, la manifestación estudiantil no pudo caminar más que unas cuadras antes de enfrentar una nueva represión artera. La insurgencia obrera organizó grandes marchas, pero no tocó el Zócalo. Los maestros cimbraron al país, acabaron derrocando a su cacique, pero no avanzaron las dos cuadras que faltaban. En el 88 el Frente Democrático Nacional inauguró la lucha electoral. Pudimos regresar al Zócalo. Lo llenamos. Cuauhtémoc ganó las elecciones presidenciales, pero el fraude acabó imponiéndose. Pero ya no pudieron cerrar el Zócalo. Volvió a ser punto de llegada de marchas y protestas. Se convirtió también en una medida: llenar el Zócalo o no llenarlo.
En el cierre de la campaña presidencial de Cuauhtémoc, en el 94, llenamos el Zócalo. Lo pintamos de amarillo por primera vez. Lo desbordamos. Era la medida de nuestra fuerza. Nos llenó de optimismo. También venimos el 22 de agosto, un día después de las elecciones. Habíamos perdido. Conseguimos 6 millones de votos, que fueron muchos y muy pocos. Ese día la palabra que mejor nos definía era ``frustración''. Un tercio de la plaza triste, esperaba. Llegó Cuauhtémoc y no reivindicó el triunfo porque no podía hacerlo. Nuestra era la derrota. Nuestro el coraje. Lunes 22 de agosto, mediodía, ganas de aventar la toalla, de vencernos para siempre, de dejarles en paz el Zócalo y el poder, de reconocer la votación masiva por el PRI, por la continuidad, de aceptar el voto del miedo.
Empezaron los años del desastre. La devaluación de diciembre del 94 y la crisis económica profunda del 95, las secuelas de pobreza y coraje del 96, la caída moral y política del partido oficial, el desprestigio del gobierno. Se desmintieron los pronósticos y se desnudaron las mentiras. Se siguieron las protestas ante la prepotencia y el cinismo de los diputados oficialistas.
La CTM y el presidente tuvieron miedo del enojo obrero y prefirieron dejar libre el Zócalo el primero de mayo del 95. Abandonaron la tradición del desfile obrero controlado. Nos lo dejaron y lo tomamos. Fuimos decenas de miles... más de cien mil. Fue una manifestación llena de coraje y de humor. Hubo novedades, como la de El Barzón.
El año siguiente volvieron a dejarlo libre y lo volvimos a ocupar. Pasamos por ahí los mismos cien mil, o quizá otros cien mil, o quizá más. Sin perspectivas claras de convertirnos en una fuerza sindical unitaria, el Zócalo era nuestro, pero éramos una fuerza dispersa.
Nos volvieron a dejar el campo libre el primero de mayo del 97. Había mejores perspectivas de organización y marchamos en dos columnas. Esta vez coincidió con las campañas electorales. Cuauhtémoc desfiló con un contingente del PRD.
El sábado 27 fue el cierre de campaña de Cuauhtémoc. Por supuesto en el Zócalo. La ``bola'' electoral había rodado y crecido insospechadamente en los meses recientes. Nada la pudo detener. Con cada obstáculo aumentaba su velocidad y su volumen. Las protestas guardadas, los agravios acumulados y la esperanza nos vistieron de amarillo y negro. De amarillo se pintó el Zócalo. Fue el pronóstico de la victoria. El Zócalo fue nuestro, pero a diferencia de veces anteriores, dominaba un ambiente de certidumbre. Fue un mitin entusiasta, pero con algo nuevo.
El 6 de julio terminó algo. Empezó algo. Llegamos al Zócalo de noche. Llevamos música, abrazos y risas. Agitamos banderas y bailamos. El Zócalo fue nuestro de una manera distinta. El Zócalo es nuestra memoria. El 6 de julio, fuimos al Zócalo. Hace 29 años nos sacaron con tanques de guerra. El domingo regresamos para hacer una fiesta.