La Jornada jueves 10 de julio de 1997

Rodolfo F. Peña
Moderación y alerta

¡Salud, Cristina Payán!

Desde el triunfo de don Francisco I. Madero, que quizá ya no hay quien recuerde si no es por lecturas, no habíamos vivido unas elecciones tan dignas de celebrarse como las que acaban de concluir en su fase principal. Y menos tratándose de elecciones intermedias. Se ha probado la posibilidad de acceder al poder por la vía pacífica, la de las urnas, y también la competitividad de los principales partidos políticos; se ha avanzado hacia una efectiva división de poderes que acote el absolutismo del Ejecutivo federal sin desdoro de la institución presidencial, y los habitantes del Distrito Federal recobraron y ejercieron un poder de elección que les había sido confiscado alrededor de siete décadas atrás.

Así que la celebración es legítima, pero no debe ser ofuscante. Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato triunfante para la jefatura del gobierno capitalino, tiene ante sí problemas y desafíos que no enfrentó ninguno de sus predecesores, cuya actuación era por encomienda presidencial y a los que llamaban regentes. Uno de esos problemas es el excepcional tramo de cinco meses que se abre entre su elección y la toma de posesión, espacio que ciertamente puede ser aprovechado para preparar al detalle el equipo y las acciones de gobierno, pero que no deja de ser peligroso en tiempos en que los demonios siguen sueltos. Otro son las limitaciones y trabas de la reforma política aprobada a fines del año pasado, que no serían tales si el PRI hubiera ganado la capital, lo que significa que fueron concebidas con dedicatoria a la oposición.

En efecto, Cuauhtémoc Cárdenas puede ser removido por el Senado (en el que la mayoría es priísta), sin juicio previo, en caso de ingobernabilidad o de conflicto con el Ejecutivo federal o con los poderes Legislativo o Judicial, luego de lo cual el propio Senado nombraría un sustituto a propuesta del Presidente. ¿Es descartable una provocación para destituirlo? Creo que no, aunque tampoco lo sea el altísimo costo social y político que ello acarrearía. Asimismo, el mando de las fuerzas de seguridad pública quedará en manos del Presidente de la República, con lo que se limita o se dificulta la posibilidad de hacer cambios sustanciales en este importante renglón programático. Otra traba está en la deuda pública, cuya propuesta seguirá siendo presentada al Congreso por el Presidente.

Pero habiéndose modificado el circuito de relaciones de poder y sus formas de articularse en la Cámara de Diputados, es de suponerse que la reforma política capitalina puede ser perfeccionada en breve por las dos grandes fuerzas de oposición. No obstante, quizá sería demasiado suponer. Al PAN, que seguramente habrá de luchar por la reconquista de la capital, le interesaría ese perfeccionamiento. Pero es el caso que desde el 7 de julio, de manera expresa, se abrió informalmente una campaña de mayor envergadura y que todo el sistema de acuerdos y consensos está colocado ya en la perspectiva de la sucesión presidencial. Nadie ignora que el gobierno de Cárdenas podría reducirse a dos años y medio por las exigencias de la otra candidatura; tampoco se ignora que sería un candidato tanto más fuerte cuanto mejor haya sido su desempeño en el Distrito Federal. ¿Apoyaría el PAN reformas de ley o acciones de gobierno que mejoraran la posición competitiva de Cuauhtémoc Cárdenas? Lo previsible, más bien, es que el PAN y el PRI coincidan en la necesidad de rehabilitar su dominio en la capital de la República y, consecuentemente, en el intento de desacreditar y estorbar al gobernante perredista. Bien vistos, los antagonismos de tricolores y blanquiazules son muy secundarios, en tanto que sus coincidencias son profundas y de largo plazo. Así se vio en l988 con la quema de paquetes electorales y con la negativa panista a mostrar las actas propias, y luego con el prolongado y fructífero acuerdo al que llegaron con Salinas de Gortari.