Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano es el primer político electo a un puesto de gran relevancia pública que goza de la entrañable animadversión de poderosos grupos de la élite que gobierna a este país. Con mayor precisión se pueden citar a los financieros privados, los capitanes de los megagrupos, y las delgadas capas compuestas por los funcionarios de la alta burocracia o esas otras de los privilegiados en sus ingresos. Todos ellos seguidos por una dependiente coalición de apoyo. Pero Cárdenas es, al mismo tiempo, la figura alrededor de la cual se apilan expectativas protectoras y de honesta conducción por parte de vastos sectores de la población vulnerable, no sólo de la ciudad de México, sino la del país completo. Mucho de su horizonte como líder de una fracción considerable del electorado dependerá de la distancia que con ellos mantenga, en la inteligencia que son y serán compañeros de un viaje atado por mutuos intereses y el bien colectivo.
Frente a este personaje y su perfil histórico, se encuentra la otra figura del universo público de la nación: el Presidente de la República. Entre ambos se habrá de inaugurar una cohabitación por completo inédita. Ambas partes de la ecuación deberán aceptar y sufrir modificaciones sustantivas.
El doctor Zedillo sale de la elección con severas mermas en sus capacidades efectivas de decisión debido al traspié en el referéndum llevado a cabo. El PRI dejó en la pelea electoral unos 6 millones de votos (14 por ciento menos respecto al 94). Por ello mismo, el margen de maniobra en la Cámara de Diputados se le achica de manera considerable. La pérdida de la mayoría absoluta (51 por ciento) lo forzará a conducir su gobierno en medio de continuas negociaciones para las que no está preparado. Las dignidades, los enfoques, compromisos y fines de sus nuevos interlocutores son sensiblemente distintos a los de aquellos que forman su círculo íntimo y tienen similar formación académica y curricular. El autoritarismo que, en mucho, caracteriza al moribundo sistema presidencial, no reconoce igualdades ni respeta disidencias marcadas, sino que requiere de subordinados y lealtades tan incondicionales como temerosas. La última como indiscutible palabra presidencial para todos los asuntos y momentos va a quedar a la deriva de posturas y valoraciones ajenas.
Una pieza del tablero resultante de los votos emitidos el domingo es destacable en cuanto a que conforma una densa capa de indeterminación para el respaldo presidencial: el actual talante de los priístas. Por un lado estarán todos aquellos que perdieron y cuyo humor no parará hasta encontrar el motivo donde depositen sus frustraciones. Por el otro, habrá de pensar en los restantes que, en efecto, lograron triunfar a pesar del cerrado rechazo popular a todo lo que oliera al PRI, a su manera de gobernar, sus escándalos y aliados, y que formó la principal corriente contra la cual lucharon. La enseñanza que extraigan de ello, con seguridad ensanchará su rango de independencia partidaria. Muchos errores, ausencias e incomprensión de los dirigentes o gobernantes han ido acumulando en las mochilas con las que emprendieron las campañas. En la senda hacia la derrota o en el rumbo al triunfo angustioso quedaron impresas las vicisitudes y extravíos del oficialismo y ello moldeará su nueva conducta.
Un quehacer político distinto de aquel otro marcado por una férrea disciplina por demás cruel y que les imponía obediencia y renuncia a sus mismas creencias personales, grupales y políticas. La visión superior, la línea, el mandato presidencial, la razón de Estado, el bien del partido y demás lugares comunes para avasallar destinos individuales, cederán ante el empuje de una emergente cultura partidista que entiende la dependencia más centrada en los electores que en el trasiego dentro de la nomenclatura o los designios inapelables del ``número uno''. Si todo ello se coagula como una realidad activa, entonces la fuerza presidencial perderá la piedra angular que sostenía ese poder incuestionable: el respaldo total de los priístas.
Aun suponiendo que el viraje que ya apunta en las recientes declaraciones del doctor Zedillo para someterse a la cohabitación y privilegiar la conducta democrática se concretiza en actos y reflejos efectivos, ese talante priísta de nuevo cuño tendrá su impacto en esa presidencia autoritaria que se ha visto actuar hasta los últimos años. Sin embargo, también en la sensibilidad y sagacidad opositora recaerá la responsabilidad de no acentuar, con mayor detalle o fiereza, la figura del lame duck (pato herido) que tanto se usa en Estados Unidos para describir a un mandatario mermado durante la parte final de su periodo