Escribo este artículo con una especie de estupefacta euforia al saber que mi voto, junto al de muchos miles de ciudadanos, esta vez fue respetado y mi candidato resultó ganador, y la esperanza de que exista solución para mi país. Recuerdo algo que dijo Heberto Castillo en 1968: A los mexicanos ya no se les debe dar derrotas, sino victorias aunque sean muy pequeñas; de otro modo nunca se les saca de la apatía. Pienso que esta victoria obtenida por todos nosotros hará que esa llamada generación X, la de la desesperanza y el hedonismo, tendrá que reaccionar ante las nuevas situaciones que ya no permiten el encogimiento de hombros por toda respuesta. Y esto va, también, para las nuevas generaciones de dramaturgos que, con la debidas excepciones, describen al mundo desde su óptica, cuya miopía posmoderna muestra una realidad difusa y sin asideros.
El triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas como primer gobernador del Distrito Federal (qué sabroso se siente escribirlo, casi me dan ganas de repetirlo en mayúsculas) ya da lugar a los primeros debates, centrados en la viabilidad de un instituto de cultura para nuestra ciudad, de que La Jornada está dando buena cuenta, aunque algunos artistas, como el talentoso Marco Antonio Silva se extralimite un tanto en sus propuestas; el gobernador está acotado por muchas instancias y no podrá disponer de los espacios teatrales universitarios, del IMSS o del Helénico; tampoco podrá incidir en museos del INBA y en muchos otros recintos. Quizás lo mejor sería que revisara, y apuntalara, las tareas de Socicultur; las duplicidades, la falta de consistencia de muchos apoyos, sólo se podrían lograr a nivel nacional, a lo mejor con una Secretaría de la Cultura, como fue propuesto por algunos en 1994. Será cosa del siglo venidero.
Volvamos a esa dramaturgia que de algún modo está quedando rebasada por la realidad actual y las expectativas que despierta. No me refiero a generaciones anteriores, ni siquiera a la de algunos autores todavía jóvenes --pienso en Sabina Berman, Víctor Hugo Rascón Banda y otros-- que demostraron sus preocupaciones políticas y sociales; hablo de los en verdad muy jóvenes dramaturgos --algunos de los cuales votaron públicamente por el cambio-- que muy poco se han ocupado de estas cuestiones. La primera, bienvenida señal, ha sido ese Hamlet generacional de Martín Acosta y Luis Mario Moncada que intentó alertar (yo no lo percibí así, pero espero que su público joven sí lo haya hecho) acerca de las disquisiciones filosóficas en momentos en que el reino de Dinamarca se derrumba. Espero que, sin dejar de pensar en las cosas cotidianas y entrañables --la pareja, la opción sexual, la familia-- los jóvenes autores exploren con talento su entorno y se olviden de ese desencanto de las cosas a las que, pienso a lo mejor con extrema dureza, ya no tienen derecho.
El problema es reflejar la realidad, aunque no sea de manera realista y esto no es paradoja en teatro, con verdadera aptitud dramatúrgica, porque a veces una buena intención se estrella por falta de herramienta teatral. Todos hemos tenido la mala experiencia de haber presenciado el desempeño de esos grupos que vociferan esquemáticas verdades --con las que, en el fondo, estamos de acuerdo-- de la manera más inepta.
A veces se tiene desengaños, como el ocurrido con Adrián Sotomayor, joven dramaturgo de cuya primera obra, que no alcancé a ver, tenía muy buenas referencias. Con Fuera del alma intenta una alegoría de la mexicanidad muy ingenua, muy llena de peripecias que van de algo así como el realismo mágico hasta el escalamiento del poder en una metáfora muy poco clara. A lo mejor su texto, dirigido por otro que no fuera el propio autor --quien desconoce lo más elemental de la dirección escénica, con actores siempre en el grito-- tendría mayor interés. Otras veces se desearía tener mayor aprecio de una obra, como Sueños sepultados de los, para mí, desconocidos Luster y Sergio Salamanca, que dice muchas cosas verdaderas de manera falsa (un maestro en Filosofía que perdió el puesto por una reforma educativa que por lo visto llegó a las universidades, único lugar en donde se imparte esta cátedra y hace de payaso callejero como antes fue tragahumo; una chava de la Ibero que ignora el ambiente que los jesuitas propician a sus estudiantes) y extremadamente fallida, en vista de lo que comunica a su escaso público. Pero después rectifico: la primera verdad de un teatrista es el teatro y de nada sirve un producto tan inepto