Juan Arturo Brennan
Humor filarmónico

La noche anterior al primero de los dos conciertos de la Filarmónica de Nueva York en Bellas Artes, se llevó a cabo en la residencia del embajador de Estados Unidos en México una recepción en honor del ensamble neoyorquino. Como parte del protocolo los anfitriones invitaron a un varios músicos de la Sinfónica Nacional. A mitad de la recepción, el recientemente desaparecido embajador James Jones tomó el micrófono para hacer el tradicional discurso de estas ocasiones, y a la mitad de su alocución pronunció estas palabras memorables: ``Es para mí motivo de orgullo el haber reunido hoy aquí a dos de los conjuntos sinfónicos más importantes del mundo''.

Como las reglas protocolarias indican claramente que la carcajada está prohibida en la embajada, nadie se atrevió a reír a mandíbula batiente del dicho del embajador; sólo se escucharon algunos ruidos que indicaban que algunos de los invitados estuvieron a punto de atragantarse con los entremeses, mientras que un número no especificado de asombrados músicos de la Filarmónica de NY terminaron por sumergir sus respectivas corbatas en la sopa del día. No fue éste, sin embargo, el único momento humorístico en la breve gira mexicana de la orquesta de Nueva York. Aquí va una breve lista de algunos otros:

1. La sorprendente actuación de la sección de metales de la Filarmónica de NY al interpretar al final del primer concierto, fuera de programa, la pieza Jazzalog No. 1, de Turrin, breve pero espectacular tour de force que confirmó la posición preeminente de los metaleros al interior de una orquesta globalmente espléndida.

2. Un poco más de lo mismo la noche siguiente; otra pieza de jazz a cargo del quinteto de principales de la misma sección, tocada con técnica, energía y precisión formidables. (Por cierto, algunos cronistas se quejaron amargamente de estas ``degeneradas'' desviaciones de la tradición del encore sinfónico).

3. El breve tango de su propia autoría que tocó el violoncellista Carter Brey después de enredarse con Chaikovski, demostrando que si bien es posible acercarse al tango puñal en mano y con lágrimas en los ojos, también lo es sonreír ante sus sentimentales excesos porteños.

Además de estos y otros momentos de humor ( me reservo uno para el final de este texto), la presencia de la Filarmónica de NY, dirigida por Kurt Masur, dejó numerosos momentos musicales de alto nivel que vale la pena mencionar. Por ejemplo, las intervenciones de una sección de trombones que toca con un poder y una precisión inverosímiles; especialmente notables sus participaciones en las dos obras de Wagner interpretadas la primera noche. Otro momento singular: el inicio de la wagneriana obertura de Tannh„user, en la que un par de cornos introdujeron la pieza tocando pianissimo con una delicadeza asombrosa, acompañados con igual elegancia por sendos pares de clarinetes y fagotes. Para quien lo haya olvidado: Jerome Ashby, el cornista negro que participó brillantemente en este y otros momentos musicales singulares, fue hace años cornista principal de la Filarmónica de la UNAM. Después de las dos oberturas wagnerianas, Masur dirigió una soberbia versión de la Tercera sinfonía de Anton Bruckner, en la que supo hacer destacar simultáneamente la alta densidad de las propuestas orquestales y armónicas del sinfonista austriaco, y las nítidas líneas individuales de su complejo pensamiento contrapuntístico. Las texturas en las cuerdas y los corales en los metales resultaron un lujo de sonido, y fueron complementadas por Masur con un sabio manejo de los tempi, que le permitió llegar al solemne final bruckneriano sin prisas ni carreras.

El programa de la segunda noche resultó igualmente bien tocado, pero le faltó ese extra de emotividad y fuego que sí se materializó la víspera con Wagner y Bruckner. El Romeo y Julieta de Chaikovski fue dirigido por Masur con más precisión germánica que pasión eslava, y al interior de esta sobria lectura de la obra destacaron las intervenciones de las maderas de Nueva York. Después, el violoncellista principal de la orquesta, Brey, desperdició sus evidentes cualidades al interpretar las Variaciones rococó de Chaikovski, una de las dos piezas más irremediablemente aburridas de todo el repertorio; la otra es el infame Pezzo capriccioso del propio Chaikovski. Si la idea era conformar un programa ruso, uno de los dos conciertos para violoncello de Shostakovich hubiera significado una mejor propuesta tanto para el solista como para el público. Este programa ruso finalizó con una lectura muy precisa, casi quirúrgica, de la Sheherazada de Rimski-Korsakov, ideal para el lucimiento de una orquesta como la de Nueva York, que demostró no tener puntos débiles en su formación.

Postrer toque de humor filarmónico. Al finalizar el segundo concierto, un conocido me susurró al oído: ``Después de todo, la acústica de Bellas Artes no es tan mala como yo creía''.