Pasado mañana, ojalá no resulte un domingo 7, serán las esperadas elecciones de nuevos titulares del Congreso --no todos en el Senado-- y del regente del Distrito Federal, sin olvidar por supuesto ciertos gobernadores y diputados locales. La tal fecha es importantísima tanto para el angustiado y empobrecido país como para los ciudadanos que soñamos con una democracia cimentada en el ejercicio libre de los derechos políticos. Y esta inminencia de los comicios es en verdad trascendental, porque una vez más, pero hoy en un marco de renovada conciencia política, se hallan, cara a cara, los dos partidos históricos de México.
En el siglo XIX sus miembros se llamaron monarquistas y republicanos, o bien conservadores y liberales, y en el actual, luego del choque de porfiristas y maderistas, revolucionarios y contrarrevolucionarios. Hoy la antinomia política se plantea como una contradicción del cincuentenario presidencialismo autoritario civilista, que nos ha gobernado desde 1947, y el pueblo que lo censura y rechaza.
Vale la pena intentar una hipótesis general sobre el significado de este persistente bipartidismo mexicano absolutamente distinto del norteamericano. El bipartidismo mexicano connota la antítesis entre los intereses creados de las élites locales y extranjeras minoritarias, y la necesidad de un cambio en beneficio de las mayorías de la población, antítesis que en el siglo pasado fue escenificada por las luchas del pueblo contra las clases legatarias del poder económico y social del Virreinato. La coronación de Iturbide, la primera presidencia de Anastasio Bustamante y el entronamiento de Santa Anna son personerías de esas clases. En cambio, los guerrilleros de Vicente Guerrero, la generación del Partido del Progreso y los ayutlenses, incluidos Juárez y el grupo reformista, con más o menos profundidad izaron las banderas de las masas al denunciar a los señores del dinero.
El mismo tipo de conflicto en circunstancias diferentes se halla imbíbito en las rebeldías de Flores Magón, Madero, Zapata y la llamada facción jacobina del Congreso de 1917, con derivadas bien conocidas: la masacre vasconcelista de 1929, los asesinatos del Caudillo del Sur y Pancho Villa, y los crímenes, para no citar más, de que fueron víctimas los ferrocarrileros vallejistas, Rubén Jaramillo y los suyos en Xochicalco, y los estudiantes de Tlatelolco. En conjunto, son 146 años de una historia mexicana cargada de las tremendas colisiones del pueblo versus minorías opulentas, cuyos complejos procesos han moldeado nuestro presente y sus sofisticadas coreografías en el theatrum político mexicano.
Desde su emergencia, el presidencialismo autoritario rompió con el Estado de derecho de la Carta de 1917, y con el pueblo a partir del ascenso de Carranza la Presidencia, rompimiento originado primero por el compromiso de responder en lo político a los intereses del capitalismo nacional contemplado como viable desde el sexenio alemanista, y en segundo lugar cuando tal compromiso se vio succionado por la lógica de dominio del empresariado trasnacional acogido en Washington, y dispuesto a hacer de México y Latinoamérica un coto de protección frente a otros poderes económicos y políticos internacionales. La reproducción del presidencialismo mexicano en los últimos diez lustros ha exigido el total quebrantamiento de la democracia electoral, a fin de impedir la participación ciudadana en las decisiones políticas.
¿Cuál es la situación a dos días del 6 de julio? El partido de los intereses creados, el presidencialismo autoritario, se enfrenta con el partido del pueblo, hoy el PRD, para supuestamente encauzar a México hacia una transición democrática: el triunfo del pueblo abriría de inmediato las compuertas del poder a las familias mexicanas en todo lo relacionado con la solución de sus grandes y agudos problemas, es decir, de los problemas de la nación.
Las próximas horas no son claras ni sencillas. El presidencialismo ha puesto en marcha su tradicional maquinaria de producción del voto aclientelado a través de la compra del sufragio, la inducción de éste a sus múltiples dependientes y una oferta ilimitada de esperanzas que subastan a diario bajas y altas burocracias, sin ninguna restricción propagandística. Desafortunadamente el PAN no cuenta como un factor tripartidista, porque su identificación con las políticas del gobierno lo despojaron desde hace tiempo del papel republicano de oposición del que hablaran sus fundadores, principalmente Manuel Gómez Morín.
¿Podrá la nueva y emergente conciencia política mexicana, que se viene forjando como un efecto del fraude de 1988, derrotar a la desperada embestida oficialista contra la libertad del voto? Ojalá el 6 de julio sea, como todos deseamos, el fin del autoritarismo presidencial por el triunfo democrático del ciudadano.