Pablo Gómez
Adiós

Qué lástima podría dar el ocaso de ese régimen tan perfecto, tan orgulloso de sí mismo, tan prepotente, tan seguro, tan cobarde, tan corrupto, tan oprobioso, tan inexplicable y, también, tan insuperable.

Pero no. La vida es más rica. La historia podrá ser ridícula en su verdadera perspectiva, pero al fin de cuentas es historia y no puede detenerse aunque se lo proponga. El cambio está anunciado. El 6 de julio tendremos un país diferente aunque todo siga igual, aparentemente. Casi siempre lo nuevo es así.

Lo lastimoso no es el futuro, sino las imágenes del pasado: ver la compra desvergonzada de votos con el reparto de despensas, de licuadoras rifadas, de dineros sucios, de amenazas y de miedos. El poder no es reformable sino sustituible; el PRI no puede negar lo que es en esencia, aunque ha tratado algunas veces de presentarse como lo que no es.

La propaganda sucia, desde las sombras del anonimato, es un elemento que, aunque no es nuevo, añade los ingredientes necesarios para comprender lo que tenemos enfrente: la descomposición (y desesperación) del vetusto poder que dará todavía muchos dolores de cabeza, a pesar de su derrota el 6 de julio.

Imaginemos los titulares: ``Seguimos siendo mayoría''. Ya no escucharemos aquel grito de ``triunfo contundente e inobjetable'', pero la derrota del oficialismo será presentada como una victoria. El PRI se declarará victorioso hasta el momento mismo de su muerte, pues en la concepción que el poder tiene de sí mismo sólo el éxito electoral existe, lo demás es inviable por naturaleza.

Veamos el más reciente mensaje del poder en radio y televisión. Uno dice: el PRI hará todo mejor (cambiará) porque ahora hay competencia; no había pensado en eso --dice otro--, yo votaré por ``ellos''. ¿Quiénes son esos ``ellos''?: Roque Villanueva y socios, quienes enmendarán --podría suponerse-- los largos años de corrupción y prepotencia del poder establecido. ¡Cuánta ridiculez puede provocar la desesperación de un viejo poder!

La transición mexicana a la democracia --larga, penosa, interminable-- es, además, indigna. El poder anquilosado se presenta como el promotor del cambio y promete enmendarse, aunque no dice de qué exactamente. El presidente de la República (así, con minúscula) se presenta ridículamente como el impulsor de la democracia, el repartidor de unas mercedes antes despreciables e inviables, pero, al fin, como el amigo de los mexicanos, principalmente de los pobres que son la inmensa mayoría de la nación por obra y gracia del poder que hoy les pide apoyo.

Lo que vivimos es el adiós al viejo régimen de la servidumbre presidencial, del priísmo ``claro y contundente''. Nada queda ya de la vieja ideología del Estado más que el recuerdo de tiempos idos. Todo ha cambiado excepto la pretensión tan inevitable como ya inalcanzable de que el poder es todo: nación, pueblo, presente y futuro. La teoría de lo inexorable está ahí, pero la mayoría de la gente se sigue de frente y apenas la mira de reojo, con actitud incrédula: México tiene los pies en la tierra; el poder ya perdió la medida de lo real.

El presidente se ha desprendido de la mayúscula reverencial, pero se aferra a seguir usando los gastos secretos, las erogaciones discrecionales, las atribuciones legales e ilegales que le dieron la solemnidad de poder insuperable y dadivoso. Esa Presidencia lucha por mantener el mayor instrumento del poder a la mexicana que ha sido el dinero del erario, promotor de ideas mágicas y misterios políticos indescifrables.

Es mejor decir adiós. Hay que saber decir adiós. Digamos adiós.