Parados en la orilla de un milenio, las sensaciones incluyen imágenes de abismo. No sólo por temor o incertidumbre ante lo que viene, sino también como evocación del vuelo majestuoso de un pez volador que, según ha dicho Mauricio Ortiz, se arroja emocionado desde el mar, al vacío. Situados en el final del siglo y de milenio, las preguntas acerca de todo se multiplican. Varias se refieren al conocimiento, mirando hacia el futuro, pero también hurgando entre las claves del pasado. Para el caso nuestro, uno puede preguntarse, por ejemplo, si a estas alturas del desarrollo del conocimiento humano se ha producido una contribución mexicana que pudiera ser considerada en una escala universal y que por lo tanto constituyera un antecedente de importancia para nuestro futuro científico. La respuesta es sí.
¿Cómo se produjo? Fue el resultado de siglos de experiencia acumulada por hombres y mujeres muy talentosos que encontraron, en la pródiga naturaleza de su territorio y en su concepción sobre el universo elementos de identidad entre dos mundos en apariencia apartados: lo vegetal y lo humano. Esta aportación adquirió un valor universal hace 500 años y sus frutos siguen formando parte del arsenal del que disponemos hoy para el combate al dolor y la muerte. La medicina de los antiguos mexicanos no pudo ser desdeñada en el momento del encuentro con el saber europeo y pronto adquirió, por la fuerza de su certeza, carta de naturalización como un patrimonio del saber de la humanidad.
Si bien las aportaciones de los antiguos mexicanos se dieron en muy diversos campos como las matemáticas o la astronomía, éstos quedaron a fin de cuentas enterrados en el olvido o como una mera curiosidad histórica. No ocurió lo mismo con la medicina indígena que desde los primeros momentos del encuentro, causó el asombro de los conquistadores quienes atestiguaron no pocas curaciones prodigiosas por medio del saber médico indígena. Muy pronto los nuevos conocimientos americanos se difundieron por toda Europa a través de registros escritos o de semillas, raíces y plantas con propiedades medicinales llevados desde la Nueva España y se echaron a andar proyectos de exploración de esta riqueza como el encabezado por Francisco Hernández, primer protomédico, quien dedico 7 años a esta empresa, al tiempo que otro médico sevillano, Nicolás Monardes, fue el encargado de difundir por toda Europa los nuevos conocimientos. De todo esto queda testimonio en los escritos antiguos y en las crónicas de los evangelizadores como Sahagún y en el testimonio, preparado por los propios naturales, como el Herbario de la Cruz- Badiano.
Quizá parte de la aceptación que tuvo este conocimiento indígena en Europa, se debe a que, por esos años se encontraba en auge el neoplatonismo renacentista y las tesis sobre la simpatía en la naturaleza en la que se juzgaba una identidad entre los mundos vegetal, animal y vegetal, pero, como quiera que sea, se trata de la mayor contribución mexicana al conocimiento universal. No hay ninguna otra en la historia de la ciencia en los siglos posteriores que pudiera disputarle esta jerarquía.
Esto tiene implicaciones muy importantes. Primero, hay que notar que se trata de un conocimiento que no es científico, es decir, nuestra mayor contribución no se ha dado desde la ciencia, sino a partir de formas precientíficas. Por otra parte, llama la atención que conocimientos surgidos desde cosmovisiones distintas a la europea, pueden ser de valor incuestionable, lo que cierra la boca a los nuevos teólogos que predican que el conocimiento o surge de la ciencia o no es conocimiento. Además, prueba que sí existió una fusión cultural precisamente en el plano del conocimiento entre Europa y América, por lo menos en el campo de la medicina.
Pero ¿qué fue lo que pasó después? Lo que ocurrió fue el olvido paulatino de estas aportaciones. El asombro se acompañó del exterminio y en la medida en la que la ciencia moderna ingresaba en América, se fue cambiando la actitud de sorpresa por los juicios sobre las supersticiones y charlatanería que todavía escuchamos en nuestros días y la imposición de una visión única sobre el universo.
Esto me parece genera una gran desventaja para encarar los tiempos por venir.
En México como en otros lugares de mesoamérica, no queda más remedio que preguntarse cómo avanzar hacia el nuevo milenio, considerando --o no-- el legado de los antiguos hombres y mujeres que habitaron estas tierras, o bien, buscando preservar --o no-- el conocimiento de los pueblos indígenas. Tendremos que llegar acaso al nuevo siglo pensando que se trata de basura que representa un estorbo frente a nuestra necesidad de avanzar en un plano estrictamente científico. Tenemos también que considerar, después de la destrucción y el abandono al que lo hemos sometido ¿cuánto queda y en dónde? Parados a la orilla del milenio ¿podemos hacernos los sordos y los ciegos para negar la que ha sido hasta ahora la mayor contribución mexicana al conocimiento universal?
1. Los estudios sobre la significación de las aportaciones de los antiguos mexicanos en la farmacoterapia pueden encontrarse en casi todos los textos generales de historia de la ciencia en México, aunque quizá uno de los más sentidos y objetivos es el de Elí de Gortari: La Ciencia en la Historia de México, Grijalbo, México, 1980, cuya primera edición del F. C. E. apareció en 1963.