Quedaron atrás la euforia guerrera y la rabia; ahora, festejos y certeza
Arturo Cano Ť A las 12:30 del 28 de junio de 1997, mientras apretaba el calor, ondeaban miles de banderas amarillas en la plancha y los brigadistas del sol presumían su disciplina y no dejaban valer ningún reclamo, los ciudadanos que alcanzaron a ver la figura que asomaba desde el edificio de 16 de Septiembre y Plaza de la Constitución, estallaron en un grito: ``¡Cuauhtémoc, Cuauhtémoc, Cuauhtémoc!''
Y aunque en el estrado no se enteraron, Cuauhtémoc Cárdenas permaneció allí unos tres minutos, agitando el brazo como si estuviera, ya, festejando su triunfo electoral con las masas de amarillo, no desde el Gran Hotel Ciudad de México, sino desde otro balcón más allá, en ese lugar que muchos llaman aún el ``departamento central''.
Al dar las 12:33, por las bocinas se anunció que la niña Viola Luna estaba perdida, y Cárdenas volvió sobre sus pasos para bajar, al fin, donde lo esperaban las masas de amarillo.
Durante el cierre de campaña perredista en
el Zócalo. Fotos: José Antonio López
En medio del suspenso, el memorioso soltaba una pequeña carcajada: ``Y decían que Cuauhtémoc era un cartucho quemado''. Un ciudadano de memoria más ancha y, créanlo, con papeles en mano, lanzó un discurso de Cuauhtémoc Cárdenas de fecha 22 de agosto de 1994 (atiéndase, un día después del entierro del neocardenismo con su 17 por ciento). Y leyó el ciudadano las palabras del perredista: ``Soy como ustedes, soy un mexicano que no se va a rendir''.
Y aquí está, de nuevo, con su nuevo escenario. Ya no la euforia guerrera de los cardenistas de 1988, ni esa mezcla de rabia y esperanza de 1994. Hoy la fiesta, la alegría, el optimismo, la certeza del triunfo. El PRD modelo 1997, y Cárdenas que inaugura el discurso de las ``mil victorias'', donde traza líneas de gobierno como si despachara ya en el edificio a su espalda.
Bajo las banderas amarillas dominan los chilangos, aunque se han colado contingentes del estado de México (pero no hay sombreros de campesinos). Frente a ellos, encuestas de por medio, Cárdenas asume el poder.
El mismo y el nuevo Cárdenas. Con la sonrisa que no quería en los carteles de su propaganda electoral (él cambió la foto por otra donde aparecía serio y su equipo de comunicación la coló de cachirul camino a la imprenta). Con más apariciones en televisión que nunca desde 1987. Con una posición inalcanzable en las encuestas, esos instrumentos a los que no concedía credibi- lidad alguna en 1994, cuando lo tenían, una semana antes de los comicios, en el terrible sótano del 10 por ciento.
Hoy, con 40 por ciento o más en las gráficas, confirma a los ayer furiosos y hoy optimistas: ``Estamos, por primera vez en esta década de lucha por la democracia, frente a la posibilidad real y firme de ganar una elección por el gobierno de una entidad, y se trata nada menos que de la posibilidad de llegar al gobierno de la capital de la República''.
Michoacán y Tabasco se olvidan, porque rápidamente hay que atender a un Cárdenas que tiende puentes cuando habla de comicios recientes: ``se respetó la voluntad ciudadana, marcan un cambio en la actitud del gobierno federal que debemos todos reconocer como favorable''.
¿Se acabó el discurso que machacaba el fraude? No completamente, aunque el tono sí cambia de aires: ``Estamos en capacidad de revertir cualquier intento de fraude que se pretendiera llevar a cabo desde el Estado''.
A otra cosa perredistas. A escuchar, como en 88 y 94, con atención casi religiosa, el discurso de Cárdenas, hoy (casi) dedicado a enterar a todos de planes de gobierno para las regiones y barrios, la salud y la educación, los niños de la calle y las prostitutas, los servicios públicos, las escuelas y las policías cuyo mando no tendrá su posible gobierno. Eso para los capitalinos.
Y para el gobierno de la República: ``No habrá interferencias ni confrontaciones, pues las esferas de la competencia las delimita la ley con toda precisión. Nuestra actitud será invariablemente de respeto y colaboración con otras instancias del poder.''
El mismo Cárdenas, el terco civilista que endurecía el rostro cuando la gente gritaba ``¡Revolución, Revolución!'' y se ponía a sus órdenes para lo que se ofreciera: ``Ninguna provocación saldrá de nuestro lado. Cualquiera que se lanzara en contra del gobierno democrático se encontrará con una fuerza de la dimensión de los votos que nos respalden el 6 de julio...''
El estira y afloja a la vuelta del poder. Estira: ``Si el Ejército hace labores de policía, atropella la Constitución''. Afloja: (el nuevo gobierno) ``asumirá sus funciones y con soldados o con policías habrá de moralizar las corporaciones y la tareas policiacas''.
El discurso duro, de advertencias al gobierno y a las propias, desatadas, ambiciones perredistas, había sido ya de Andrés Manuel López Obrador: ``El PRD no recomendará ni un solo funcionario al nuevo jefe de gobierno''.
Allá en el templete ya se hacen cuentas y se calcula que los cuadros del PRD no alcanzarán a llenar los mil puestos del gobierno capitalino. Diferencia con 1988 y 1994: desde hace unas semanas se consolida la presencia, en los alrededores de la campaña, de una franja de funcionarios (mejor, ex funcionarios) medios que ya ofrecen sus servicios con el argumento irrebatible (para muchos perredistas) de la experiencia. Una gran manta avisa: ``Los trabajadores de los tres poderes del Distrito Federal apoyan a Cuauhtémoc Cárdenas. Juntos construiremos una nueva ciudad''.
Las diferencias con 1988 y 1994 no atropellan pero son visibles.
No hay coraje sino fiesta. Hay un partido con recursos para uniformar contingentes y apenas se notan las banderas blancas o rojas de las organizaciones del Movimiento Urbano Popular o las organizaciones de deudores.
El grito no es ``Muera el PRI'', sino ``Vamos a votar, vamos a ganar''.
El lenguaje gana mesura aunque pierda contundencia: ``Ya llegó, ya está aquí, el que va a tronar (en lugar de chingar) al PRI''.
Algo permanece: el sonido es tan malo que de media plaza ya no se escucha nada, pero ni en las cercanías de Catedral hay gritos (como en 94) que aludan al EZLN y al subcomandante Marcos.
Así se pierde en los discursos buena parte de la ``gran ola amarilla'' que se desvanece en el Sábado Distrito Federal. Y allá van, rumbo a la elección del domingo, los miles vestidos de amarillo.
Por ejemplo, José Ruiz, ex barzonista y dueño de un microbús, quien a sus 65 años ha venido por primera vez a un mitin político: ``Desde que yo comencé a votar siempre ha ganado el PRI''. Y van también dos de los 5 mil 500 brigadistas del sol, José y Rebeca, que devoraron calles en la Gustavo A. Madero (con honorarios de 300 pesos quincenales durante dos meses) y cargan orgullosamente sus medallas: ``Convencimos a 50 chavas y chavos que iban a votar por el PAN''. Cerca de ellos avanza una porción de los asesores de Cárdenas: ``¿Diferencias? Nomás una: este cierre fue el de la victoria''. ¿Nomás? ``Bueno, y la tele y las encuestas''.
Las cantinas del Centro Histórico, zona de la ciudad que el candidato promete regenerar, se llenan a tope. En una cantina el noticiario de Televisa trata en extenso el cierre de campaña. Nadie oye lo que se dice desde la pantalla, pero se ven claritas las miles de banderas amarillas que tapizan el Zócalo (esas imágenes que ni por casualidad aparecían en otros cierres) y los comensales estallan en un largo aplauso apenas termina la nota.
¿Será que en el PRD ya se convencieron, gracias a las encuestas y a su entrada en la televisión, de que las plazas llenas no votan, de que el Zócalo ha muerto (quizá porque Fidel Velázquez lo mató el primero de mayo de 1995, tres años antes de su gris despedida).
Afuera siguen la fiesta y los preparativos no tanto para el domingo 6, sino para el amanecer del lunes 7 de julio. Gilberto López y Rivas, antropólogo y candidato a diputado federal, camina por Madero y muestra como una travesura una manta con el logo del PRD y una palabra que, dice, resume la plaza que se vio este día: ``¡Ganamos!''.