En México nunca es el momento oportuno para hacer una verdadera reforma fiscal y ajustar, así, una de las principales relaciones que se dan entre el gobierno y la sociedad. Y es ésta una de las relaciones centrales, porque la manera en que el gobierno genera sus recursos y administra su gasto involucra la generación y distribución de los ingresos y se vincula con las condiciones para mejorar los niveles de vida. Por ello la política fiscal es conflictiva, pues contrapone intereses diversos y, necesariamente, selecciona a unos que se benefician más que otros; la cuestión es que son siempre los mismos. Las razones de ello se justifican de muchas maneras en términos técnicos y políticos, eso ya lo sabemos.
Cuando ha habido abundancia, ya sea de ingresos petroleros o de créditos externos, el gobierno pospone la reforma fiscal por innecesaria; pueden así evitarse más enfrentamientos con diversos sectores. En épocas de restricción financiera, como las que han caracterizado la larga crisis económica del país, la reforma se pospone por imposible, el gobierno requiere de todos los recursos a su alcance para tapar los huecos que surgen por todas partes. Pero lo que finalmente se está posponiendo es la redefinición del papel del Estado en la economía. Para ello no ha alcanzado la privatización, pues ha tenido grandes problemas y le sigue costando mucho a la sociedad y al propio Estado. No ha alcanzado tampoco la disciplina fiscal que ha llevado --mediante un brutal ajuste-- a un equilibrio de las cuentas públicas, y si con eso se puede bajar la inflación a corto plazo, no se quiere decir que así la economía crezca y menos de manera sostenida. La ansiada modernidad económica y política se sigue escapando, a pesar de estar a la moda de las exigencias fiscales de los inversionistas internacionales y de los organismos multilaterales.
Otra vez la Secretaría de Hacienda y los representantes empresariales se han puesto a discutir la cuestión fiscal. Otra vez los términos de esa discusión están planteados para justificar la actual gestión de los ingresos públicos, especialmente los derivados de los impuestos, y tratar de que no pase nada. Todo esto se plantea en términos de un ``pragmatismo y rigor técnico'' de los cuales los mexicanos ya tenemos mucha experiencia y cuyos resultados están a la vista. Después de tres años, ambas partes convienen en desaparecer el rimombante Consejo Asesor Fiscal que no sirvió más que para hacer, en su momento, otro anuncio político. Lo que ya no es para nada claro es que para el gobierno sea suficiente contar con la aprobación --consenso, se dice ahora-- de las cúpulas empresariales, cuando la mayoría de los empresarios y el resto de los ciudadanos que pagamos impuestos enfrentamos un entorno fiscal restrictivo, que limita las posibilidades de inversión y de consumo. Los apoyos políticos tienen que ampliarse, pues no haberlo hecho ha minado las bases mismas de la legitimidad del gobierno y su partido.
En las pláticas entre empresarios y gobierno se ha descartado la reducción de impuestos para 1998, pero para entonces la conformación política del país habrá cambiado y es muy posible que el próximo presupuesto de la nación tenga que ser negociado en un Congreso en el que el PRI no tenga ya la mayoría que le ha garantizado la aprobación automática tanto de las políticas económicas como de su posterior rectificación. Un poder legislativo autónomo no podrá ser más un lugar para levantar la mano como exigencia de una línea partidaria, y además jactarse de ello.
Los extremos de la política fiscal en cuanto a los ingresos del gobierno está planteada entre su carácter recaudador y su capacidad promotora de la actividad económica. En México la gestión fiscal del gobierno es hoy eminentemente recaudatoria, y está ubicada en el marco de la contracción fiscal agravada por la depresión provocada en 1995. El espacio dejado por el retraimiento del Estado de muchas áreas de la gestión de los asuntos vinculados con el desarrollo económico no ha sido ocupado por el sector privado, tal y como presuponía la teoría de la reforma estatal propuesta hace más de 15 años. En este país, y en todos, el Estado participa de muchas maneras para dirigir el proceso de acumulación y tratar de extender los beneficios del crecimiento. Los británicos y los franceses lo saben, los alemanes pronto lo exigirán también.
La posición de Hacienda es muy clara y mantiene como el objetivo principal conseguir un equilibrio fiscal, principalmente por razones antiinflacionarias. El programa económico del gobierno que contiene como propuestas centrales los programas de financiamiento del desarrollo y de política industrial y comercio exterior, no tienen una clara propuesta fiscal, y ahí está una de sus principales limitaciones. En efecto, se renuncia a la aplicación de políticas complementarias que permitan la promoción efectiva del desarrollo y se favorece, en cambio, un crecimiento altamente concentrado en algunas ramas productivas y empresas. Con ello se acrecienta la desarticulación productiva y se hace más difícil alcanzar los objetivos de generación de empleos e ingresos, y es más, no se previene el surgimiento de una nueva crisis del sector externo por falta de dólares.
Esto significa que el problema de la economía sigue siendo de carácter estructural y, a corto plazo, la expansión prevista del producto tendrá muy poco impacto en las condiciones del funcionamiento del mercado interno. La política monetaria se administra en un marco sumamente estrecho, que favorece el apocamiento general de la economía. La política fiscal es su imagen reflejada en el espejo.