Unos cuantos meses atrás, un colaborador cercano al presidente Zedillo me comentó con claro sentido de tristeza y frustración, sobre uno de los más dramáticos fracasos del sistema: ``Al inicio del siglo, los trabajadores mexicanos ganaban la décima parte de sus homólogos en Estados Unidos; hoy los ingresos de nuestros trabajadores se han reducido a la doceava parte del ingreso de los norteamericanos''. La afirmación es desafortunadamente cierta; el salario mínimo en Estados Unidos es de más de 5.00 USCY la hora, es decir 40 pesos mexicanos, por lo que la jornada de trabajo en EU es de 320 pesos contra los 28 pesos que vale en México.
Desde luego, las cosas no han sido así todo el tiempo. A mediados de la década de los 70, en medio de la horrible época del populismo, al que hoy se critica sin piedad, la relación entre el salario de los mexicanos y los norteamericanos había llegado a su máximo histórico de 1 a 4. El modelo neoliberal se encargó de regresar las cosas a su lugar, para desgracia de nuestros trabajadores, y también de nuestros empresarios. ¿Cómo ha sido esto posible?
Uno de los argumentos recurrentes del discurso oficial, presente en todos los ``pactos establecidos con los trabajadores'' durante los tres gobiernos De la Madrid-Salinas -Zedillo, ha sido el referente a la necesidad de incrementar la productividad como requisito para elevar el salario. Se trata de un engaño perverso, pero desafortunadamente creído por casi toda la sociedad.
La productividad media de los trabajadores del DF es entre 2 y 2.5 veces más alta que la del resto de las entidades, hecho que de acuerdo con los pactos económicos, de solidaridad y de desarrollo, sería suficiente para que el DF tuviese los ingresos más altos, mientras que los datos censales nos ubican en el octavo lugar en cuanto a ingreso de los trabajadores.
Cuando en algunas conferencias he preguntado al público por qué cree que los trabajadores del DF son los más productivos, las respuestas van desde: ``porque están mejor preparados'', ``porque son más trabajadores'', ``porque son más conscientes de los problemas'', o ``porque trabajan dos turnos''. Nada de esto es cierto, por supuesto; de hecho, la productividad de los trabajadores nada o casi nada tiene que ver con los trabajadores, al depender de la magnitud de la inversión que respalda su trabajo.
Así, un obrero de una empresa que opera maquinaria sofisticada para hacer miles de piezas (o pastillas médicas) es decenas de veces más productivo que otro que realiza su trabajo apoyado por herramientas rudimentarias. La misma diferencia se da entre los pilotos de los aviones comerciales, y los operadores de autobuses; los ingresos que cada uno genera para sus empresas están definidos en primer término por el costo de los equipos que operan, y poco pueden hacer al respecto.
En las economías desarrolladas, los trabajadores de las empresas más ricas tienden a ganar por ello más que los de las empresas pobres, y aunque esto pueda parecer injusto, así pasa. Y tienen, además, una ventaja: los trabajadores de las empresas ricas, al tener más ingresos generan una derrama económica que gradualmente se desparrama a otras empresas que a su vez mejoran su economía, subiendo la productividad y el salario de sus trabajadores, generándose así el mercado interno. Este mecanismo, utilizado en las economías capitalistas más liberales, aquí no ha funcionado, gracias a las políticas económico-salariales impuestas desde el gobierno.
Podemos recordar así los conflictos laborales de la Ford y de la Cervecería Modelo, ambas empresas ricas y de muy alta productividad, cuyos patrones cambiaron las condiciones de contratación colectiva (Ford) y se han negado curiosamente a incrementar los salarios de sus trabajadores, no obstante que tales incrementos en nada afectarían sus gigantescas utilidades. Me atrevo a afirmar que las negativas a los trabajadores, más que desde las empresas se originaron en el gobierno, como parte de una política económica miope y absurda, que supone que bajos salarios y explotación mejoran la economía, porque la hacen más atractiva para los inversionistas.
La realidad es otra, totalmente distinta y contraria; para los inversionistas, los mayores atractivos están donde existe más capacidad de compra, no donde se paga menos a los trabajadores, porque las empresas generan sus riquezas por lo que venden y no por la explotación de sus obreros, como lo han creído e instrumentado nuestros ilustres gobernantes. Estas políticas deberán cambiar pronto, si los mexicanos votamos en forma correcta el próximo 6 de julio, para tener un Congreso distinto que proteja los intereses de México y de los mexicanos.