La Jornada jueves 26 de junio de 1997

Antonio García de León
Iztapalapa: pasión y guerra...

para Sergio de la Peña

Era conmovedor en el último festejo de la Semana Santa en Iztapalapa el paseo marcial de los centuriones y la veracidad de las escenas de la pasión de Cristo, escenificación rodeada de un mar de pobres y de un tianguis de artículos de sobrevivencia y ropa de segunda: ``economía informal'', ``extrema miseria'', ``desnutrición terminal'' y muchos otros indicadores acuñados por los economistas saltaban a la vista en ese gigantesco teatro de masas y teatro del mundo, ópera autosacrificial de los pobres urbanos. Festivas muchedumbres acompañaron al Redentor al sitio de su martirio --después de observar atónitas los detalles de su tortura en plena plaza pública--, fieles a una tradición que la crisis ha convertido en un vivo retablo del barroco de nuestros días. Bajo el sol canicular, y bajo la violencia fingida y real que allí se entremezclaban, sangre y desmayos, pasión en forma, venían a la mente otros caminos polvosos y apasionados: los de Chiapas, los del paseo marcial de las naves de guerra que han ido ``en auxilio de los más pobres'' para cercarlos, instalar campamentos en sus patios, despojarlos del uso de sus tierras ejidales, llenar de basura sus arroyos, ficharlos, encarcelarlos, prostituirlos, remunicipalizarlos y, de ser posible, desaparecerlos. La guerra de baja intensidad, como parte consustancial de esa enorme construcción de ruinas que quienes nos ``gobiernan'' llaman ``política económica'', parecían reproducirse en el teatro callejero involucrando a los villanos fuertemente armados de aquella trama a la vez religiosa y profana, de humo, de incienso y fritangas.

Hoy, en vísperas de las elecciones y en pleno Distrito Federal, Iztapalapa es ya ``zona de conflicto'', como si fuera nada menos que una región habitada por indígenas. Hoy se ha convertido en zona de experimentación urbana del fascismo corriente que nos circunda, o para reforzar ese afán gubernamental de considerar a la crisis que nos agobia como un problema táctico que puede ser resuelto con la militarización de la vida pública o con la persecución de los potenciales disidentes. Los centuriones de la Semana Santa, pero no los fingidos sino los armados con la chatarra y los helicópteros del Imperio, llegaron para quedarse y para ocupar todo lo ocupable en un mar ciudadano muy proclive a votar por la oposición el próximo 6 de julio (y echar a perder con votos la maravillosa conducción económica de los personeros del antiguo régimen). Es más, si usted quiere percatarse de los operativos de la guerra de baja intensidad ya no necesita trasladarse a los entornos indígenas de Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Chihuahua, La Huasteca o alguna otra región sólo accesible a pie o en tanque de guerra. Los servicios turísticos del DDF nos la han montado ya en pleno oriente de la capital y con toda la crudeza que la hace inseparable de las medidas económicas recomendadas por la banca, el embajador Jones y el FMI, que en cuestión de preferencias electorales vienen siendo lo mismo.

La pasión de Iztapalapa se siguió de largo. Me pregunto si el Cristo crucificado y previamente torturado seguirá allí secándose al sol y custodiado por militares que le impiden el descenso, mientras el candidato del partido del gobierno duerme en casa de algún vecino para inclinar a su favor la balanza de los votos inciertos. Poncio Pilatos se lava las manos, se hace de la vista gorda ante el relevo castrense de los mandos genízaros, y las patrullas de nuevos centuriones salidos del Campo Militar Número Uno ocupan tendederos, patios de azotea, lotes baldíos, callejuelas, lavaderos y enormes extensiones de tinacos y antenas, espantando a las gallinas y a los enamorados. Aparecen en las cocinas, fichan a los sospechosos de no querer votar por el PRI, o les hacen manicure (o manitas de puerco, según...) mientras distribuyen despensas o recogen credenciales de elector en mercados públicos y terminales de microbuses. Como si toda la inseguridad del DF se generara allí, la otra pasión de Iztapalapa, la cotidiana, refleja solamente el arribo masivo de los pobres del campo a la gran urbe. Esos pobres ya no llegan solamente con sus cartones liados y sus esperanzas, vienen también acompañados de la violencia militar, de la guerra programática que asola sus comarcas empobrecidas y que nos ha hecho ya ser galardonados por los últimos informes de Amnistía Internacional como uno de los países con más alto grado de violación de los derechos humanos. Los testimonios provenientes de Guerrero y Oaxaca son aterradores y nos estamos acostumbrando a que llenen cotidianamente las noticias de la prensa escrita. La barbarie centuriona está ya presente en las ciudades y en plena capital: buscan todos los días al Jesucristo Gómez para rendirlo a tehuacanazos, acusarlo de eperrista o de pérdida extorsionarlo. El fascismo corriente que ha manchado a la institución castrense haciéndola parte de la degradación del régimen, y que no pocos militares han enfrentado con valentía, habita entre nosotros por más lejos que nos creamos de la montaña de Guerrero o de la selva chiapaneca.

Es por todo eso y más que las encuestas electorales se inclinan naturalmente a favor de Cárdenas: la única opción electoral civilizada en la selva de concreto, atrapada por la impunidad, la que puede ser rescatada por la fuerza ciudadana...