Los certificados de defunción expedidos en Estados Unidos no deben ser diferentes a los de otras partes del mundo. El propósito es el mismo: sus letras son testigos mudos de la muerte y de las causas inmediatas y remotas que originaron el deceso. El acta se caracteriza también porque quienes la llenan son médicos encargados de cuidar la vida y no producir el fin. Incluye, a la vez, una ficha inexacta del fallecido: nombre, lugar y fecha de nacimiento, estado civil, ocupación, religión y toda esa serie de datos con los cuales las autoridades hacen oficio y en ocasiones negocio. Las inexactitudes del certificado no provienen del muerto sino de la sociedad y de sus enterradores. Detengámonos en el caso de Irineo Tristán Montoya, nuestro connacional recientemente asesinado por los norteamericanos. Acorde con el gobierno del estado de Texas, el origen del deceso fue ``homicidio'', en este caso, autorizado por el sistema de justicia local.
Tristán encontró el fin gracias a los avances de la ciencia y bajo el auspicio de médicos cuyos nombres sería bueno conocer. Mientras que el saber científico aportó el coctel ``idóneo'', tiopental, bromuro de pancuronio y potasio, las diestras manos de profesionistas brindaron su habilidad. Primero introdujeron dos agujas y sondas para dar paso a la solución mortífera y después auscultaron el tórax del reo para confirmar el deceso. Todo un ejercicio que avala y fortalece la muerte programada como manifestación de la civilización. Ahí se congregaron reporteros, carceleros, médicos, familiares y, por supuesto, la suma de la sabiduría de la justicia estadunidense. Afuera del penal, mientras que el potasio detenía los latidos, algunos activistas coreaban ``¡asesinos!, ¡asesinos!''. Dos semblantes ante una misma realidad: el poder que mata y las voces desarmadas que protestan. Aun cuando puedo incurrir en algún yerro, pues no conozco los detalles del certificado, apuesto a que en él se hace caso omiso de las enfermedades que precedieron la muerte de Irineo: su expulsión de un país que ha desheredado a millones de ciudadanos aunado al maltrato de los trabajadores migratorios en todo el mundo.
Al condenar a muerte a un individuo, toda justicia conlleva sesgos e inequidades. La ley puede ser tan endeble como la injusticia. La equivocación de un juez puede ser tan pecaminosa como el silencio ante las violaciones, por ejemplo, de los ``niños de la calle''. La única y absurda diferencia es que mientras que la justicia, aun cuando incluya la pena de muerte como herramienta de trabajo, es avalada por la sociedad, las muertes de tantos y tantos pobres son exoneradas por la misma ley. La razón es obvia: la miseria y sus males son una forma no bien definida, pero permitida, de ``crímenes de Estado''. No pretendo vindicar en estas líneas a Tristán ni hacer de su imagen un héroe. Las evidencias sugieren --para los jueces norteamericanos y para George W. Bush Jr. no hay duda-- que el mexicano asesinó a un individuo y eso debe ser castigado. Sin embargo, las connotaciones y gamas del término castigar son infinitas. Pienso que no hay estudio que demuestre cuál es la condena idónea para un asesino. Quizá la prisión perpetua sea la mejor arma, pues se asevera que quien mató una vez tiende a recurrir. Lo mismo puede decirse de los que aplican la pena de muerte en Estados Unidos y en el mundo: siguen ejerciendo esa actividad.
Los absurdos de la muerte programada --Hitler también programaba las muertes-- se leen en su inutilidad: nadie ha demostrado que tras la aplicación de la pena de muerte los asesinatos disminuyan. En cambio, estoy convencido del desatino y de los equívocos del acto: ni la sociedad ni los deudos se benefician. Por el contrario, el acto deconstruye, lacera las piezas fundamentales de la civilización y pone de manifiesto los rostros universales de la injusticia. Los condenados, en su gran mayoría, pertenecen a minorías o provienen de estratos pobres. Es en ese alucinante contexto donde deben leerse los linchamientos de Estado: la pena de muerte es injusta.
No hay duda que la Edad Media ha quedado atrás: los patíbulos, la decapitación y la horca han desaparecido de las plazas. La química civilizadora ha sustituido las sogas por la ciencia. Sin embargo, vale la pena recordar que en el siglo pasado, ``los patíbulos y las horcas eran objetos tan comunes en la campiña inglesa que en las primeras guías --geográficas-- eran utilizadas como marcas para el viajero'' (A. Koestler, En busca de lo absoluto). En 1997, los 30 connacionales agrupados en la fila de la muerte en Estados Unidos, sirven como guía para medir el progreso de la civilización y como tamiz para evaluar la fuerza de nuestras autoridades para dialogar con los vecinos.