Estuvo entre nosotros, hace apenas una semana. Peter Greenaway, pintor deslumbrante, inquietante constructor de filmes experimentales, autor de una veintena de alucinantes documentales y creador de ocho largometrajes, entre los que destacan The drayghtsmans contract (El contrato del dibujante, 1982) que narra las vicisitudes de un pintor emplazado a realizar un lienzo acerca de un futuro fallecimiento; The cook, the thief, his wife, her lover (El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante, 1989); The baby of Macon (El bebé de Macon, 1993). A propósito de El cocinero..., Greenaway concedió una entrevista a Michel Ciment de la revista Positif (No. 320) en la que precisó sus inclinaciones plásticas: ``El manierismo, ese periodo del arte que abarca desde 1490 hasta 1580, siempre me resultó fascinante, y hoy me conmueve más que nunca, porque estoy convencido que fatigamos de nueva cuenta otra etapa manierista, que otros llaman posmoderna''.
Sin duda Greenaway es, a mi entender, un manierista en el manejo de los elementos visuales y narrativos del séptimo arte. Pero, ¿qué entendemos por manierismo? Para mí, manierismo es aquel estilo pictórico que practicaron artistas como Bronzino, Greco, Antonio Moro y Giorgione, que sacrificaba la representación auténtica de la realidad para dar cabida en la obra a la elegancia, el refinamiento, la preciosidad. En otras palabras, para aquellos pintores que trabajaron en los siglos XV y XVI, el arte no debe ser imitación obsesiva de la naturaleza sino invención del espíritu (léase imaginación), una suerte de canto fantasioso, poético, más allá de la concepción realista. Entonces, estarán de acuerdo conmigo que El cocinero... o El bebé... fueron concebidas desde este estremecedor estilo, que según el cineasta inglés, ``nos presenta una de las caras más interesantes de la civilización: la civilización en exceso'' (Entrevista de Raquel Peguero en estas páginas).
Exceso presente en El bebé de Macon, en cuyo turbulento contexto ideológico se maneja la burla no sólo de la inmaculada --virginal-- concepción del niño Jesús, posteriormente llamado Cristo, sino también de los rituales --siempre abocados a la comercialización-- de la Iglesia medieval y renacentista. Así, una visión de esta naturaleza de la catolicidad sólo puede concebirse en estos años terminales plenos de descomposición social. Ahora bien, desde el punto de vista técnico, Greenaway utiliza para encuadrar estas ideas desquiciantes una extrema elegancia en los renglones de la escenografía, el vestuario y los movimientos dancísticos, siempre apoyados por barrocas melodías (Corelli, Monteverdi, Frescobaldi, pero también Locke, Clamer, Blow). Sí, El bebé... podría calificarse como una auténtica manipulación manierista al servicio de la desmitificación del cristianismo; El cocinero..., articulada mediante tres actos y un prólogo, cuya trama se entreteje a lo largo y a lo ancho de diez días vendría a ser la exageración visual y narrativa de aquel estilo inicialmente pictórico y hoy cinemático. Reparemos al contemplar la película la desbordante utilización de los colores para recalcar las pulsiones emocionales que se agitan en las secuencias que dan forma y sentido a la historia. Por ejemplo --comentario de la entrevista de Ciment--: ``El rojo indica peligro, el verde comodidad y seguridad, el negro tortura y muerte. Otras --según Ciment-- para remarcar ambientes: ``el estacionamiento, frío y nocturno, es azul; el restaurante es rojo, porque allí ocurren acciones fatales; la cocina verde, porque las viandas provienen de la naturaleza; la biblioteca muestra los tonos cálidos del marrón y el naranja; el baño donde suceden los contactos sexuales es blanco...''.
Una última consideración, misma que transcribió Raquel Peguero (La Jornada, 17 de junio) y que dice: ``...ansiedad de llevar las cosas aún más lejos, de romper definitivamente con el lenguaje cinematográfico tradicional''. ¿Olvida, acaso, el inglés, que esa lucha contra el texto, el encuadre, el marco/pantalla, ya la habían emprendido otros cineastas? ¿Olvida que Dziga Vertov --años veinte, cine mudo-- propuso que la cámara se transformara en un ojo mecánico --kinoglass-- para transvasar a los fotogramas la realidad lejos de cualquier artificio? ¿Olvida los hábiles manejos del ``fuera de campo'' (presencias, voces y música) de los directores de la modernidad? No continuemos, sería pecar de exceso como peca nuestra decadente civilización.