En esencia hay consenso, el 6 de julio se decidirán varios destinos, el de la Presidencia imperial, el de Ernesto Zedillo, el del sexenio, el de las perspectivas políticas y económicas de la nación para los últimos años del siglo. ¿Cuál será el destino del PRI? Intenta ganar las elecciones y está empleando para ello todos sus recursos, los legales, los metalegales, los contralegales. Utiliza poderosas armas psicológicas: el miedo al cambio, los colores nacionales, la incipiente popularidad del Presidente, las inercias de 70 años. Está echando mano de todo lo que le ha permitido permanecer en el poder desde 1929, con una sola excepción: el fraude electoral masivo, decidido y coordinado desde la Presidencia de la República. Hay muchos signos preocupantes de irregularidades, pero hasta hoy no hay indicios sólidos de una maquinación fraudulenta decidida en Los Pinos, operada en Bucareli y puesta en práctica por un ejército de gobernadores, caciques y mapaches priístas.
Es lógico que el PRI quiera ganar el 6 de julio en el Distrito Federal, las seis gubernaturas en disputa y mantener el control del Congreso federal (sólo está en disputa la Cámara de Diputados. La de senadores la tiene ya en la bolsa). Para ello y en contra de lo que hemos creído muchos analistas, el PRI no sólo necesita alcanzar el 42.2 por ciento de la elección efectivamente emitida. Tiene que ganar la mayoría de las curules en disputa y además, hay que subrayarlo, el 42.2 por ciento. La Constitución y la ley no han reestablecido la vieja e inicua cláusula de gobernabilidad. La ley previene la sobrerrepresentación más allá del 8 por ciento. Es una cláusula restrictiva, no una catapulta para volver una mayoría relativa en absoluta, como en el pasado.
El peor desastre para el PRI no estaría en perder las posibilidades en disputa, sino en ganar de todas todas. Si así fuera, la propuesta zedillista de la reforma política se convertiría en una ruina. Todos los esfuerzos por crear confianza en el cambio, que han dado como fruto no insignificante 30 procesos locales no impugnados, se vendrían abajo. El país se daría cuenta de que el PRI está blindado contra elecciones y que si quisiéramos sacarlo del poder tendría que ser por otro medios. Esto resulta terrible porque ya más de la mitad de la población (la más urbana, activa, despierta e informada) está contra el PRI de modo cada vez más iracundo. De permanecer en el poder a contrapelo de esa masa, el PRI se estaría exponiendo realmente a la ingobernabilidad y a la destrucción definitiva.
A mi juicio, el mejor escenario para el PRI es perder de modo contundente sin perderlo todo. Si los triunfos de la oposición se limitan a la capital habría un respiro. Probaría la fe de los priístas en su maquinaria, incluso algunos inversionistas medrosos aplaudirían, pero a mediano plazo sería un desastre para el PRI y para todos. Los grupos de interés y los nostálgicos alimentados por el control priísta en el Congreso doblegarían a Zedillo e impedirían que se completara su reforma. El gradualismo volvería a imponerse y/o la imposibilidad de la recuperación económica aumentaría la tensión social. El segmento contestatario de la población se volvería radical. Las oposiciones se unirían en un solo frente antiPRI. Las presiones sociales adquirirían un cariz político antagónico a la Presidencia y al PRI, el gobierno norteamericano perdería la fe en los propósitos de enmienda y reforma, y el sexenio (me temo) culminaría en otra crisis terminal. ¿Quién la resistiría?
Lo mejor que le puede pasar al PRI es perder el monopolio en el Congreso, la capital de la República y, si es posible, alguna de las gubernaturas. Las promesas de Zedillo adquirirían una solidez incuestionable. El proceso de transición no sólo se volvería viable, sino que entraría en auge. Zedillo podría manejar cómodamente la economía, desatendiéndose hasta cierto punto del conflicto político. Los partidos opositores ocuparían sus propios espacios y el PRI rescataría el suyo y algunas de sus banderas. Es probable que en los tres años que restan del sexenio pudiera utilizarlos para hacer una autocrítica en serio, absorber las enseñanzas de la adversidad, rediseñar su organización, sus insignias y sus propuestas, y poder competir (no sin grandes dificultades) por la Presidencia de la República en el año 2000. La alternativa sería una restauración tan arrogante como efímera. El canto del cisne. La breve mejoría antes de la muerte. La metáfora perfecta de la agonía y la muerte de Don Fidel.