Era la suerte de Felipe una suerte especial; a veces buena, a veces pésima, pero en todo caso especial. De puro panzazo cruzó la frontera hará cuatro años. La migra capturó a casi toda su pollada, pero él, arrastrándose en la triste vegetación que languidece a los lados del asqueroso río, la libró quién sabe cómo y se la ``pellizcaron los rinches de Texas''. Aunque del raspón le salió sangre, nunca pensó que le pudiera salir sangre de dentro del ombligo.
La vez de este episodio viajaba en moto. Ya pasaron un montón de cosas, trabajos, aprendizajes, sustos, historias. Si su anterior banda supiera: Felipe en moto. Las odiaba en México y aquí, no es que las quiera, pero le tocó llevarle a una tal Verónica su Harley-Davison que dejó olvidada en el bar donde Felipe hace de mesero por las noches. Una de esas cervecerías country de ladrillos rojos atiborrados de red necks de cuarta generación. Un lugar que no frecuentaría Felipe como cliente (no es para mexicans ni negros).
Verónica llegó haciéndose la gruesa, muchos clientes la conocían y le corearon vítores tan vulgares que Felipe hasta pensó: ``Esta ha de ser de las cheer-leaders de los Dallas Cowboys''. O algo así.
Felipe enarbolaba la charola de tarros espumosos, haciendo acá y allá la quilla para no chorrearlos, eludiendo a los quarterbacks texanos tirándose a los lados y para atrás de tan ebrios.
Verónica lo escogió de inmediato. Le pasó la mano ora sí que por los güevos y le dijo, en perfecto español de San Antonio: ``A'i luego hablamos moreno''.
Felipe anda en los primeros treinta y no es de mal ver. De inmediato se ganó el rencor de los clientes y la admiración de los meseros. En resumen, esa noche no recibió propinas, pero se llevó a la gringa. O mejor dicho, Verónica trepó a Felipe en el asiento posterior de su motocicleta y se perdió con él en la noche texana.
La güera adoptó a Felipe unos días. Cada noche lo llevaba al bar y lo recogía a la salida. Duró una semana el romance. La última noche, un sábado. Verónica se quedó en el bar y agarró tremenda borrachera con un baboso vaquerito que imitaba las canciones de Willy Nelson. Se olvidó de Felipe, de la moto, de sí misma, y desapareció como a las tres y media. Felipe salía a las cuatro. Salió. Y allí la Harley, con las llaves pegadas.
Ella le había dicho: ``Cuando quieras buscarme, estoy en la granja de mi hermano Jim'' y le platicó las indicaciones para llegar.
Era domingo en la mañana cuando cogió el freeway con algo de nervio. Su única experiencia motociclística fue cuando la hizo de repartidor de pizzas en una decrépita ciudad de la frontera que parecía edificada en alambre de púas.
Pasado un tramo de camino vecinal, un hato de vacas Holstein, un lechugar que se perdía hacia los maizales y un gringo majadero lo convencieron de que había llegado. De overol, el gringo le ladró en inglés: ``Hey, hombre ese es el caballo de Verónica''. Lo midió como si fuera vaca y dijo: ``Así que tú eres el mexicano''. Dicho eso, le dio la espalda y se alejó encima de un tractor dorado, mascullando: ``Shit!''. Era Jim.
Al siguiente que conoció, ya en el porche de la casa, fue a Sam, el esposo de Verónica. Roncaba en una mecedora con el televisor encendido, un jaibol a medias y los hielos derretidos en al mesita del teléfono. Lo que no vio Felipe fue la escopeta que tenía el tipo apoyada en el pilar. El bolillo oyó apagarse la moto y despertó. No buscó su mano el jaibol sino el arma; vio en Felipe a un greaser desconocido, le vio entre los muslos la Harley de su mujer y además de seguro estaba soñando una pesadilla, porque se puso muy agresivo.
Felipe le pidió que se calmara, alzó las llaves como bandera blanca, las agitó, puso su mejor sonrisa de Jon Secada y, en buen inglés (mejor que el de Sam, por lo menos), le explicó del bar, del olvido, de la clienta, así, muy profesional, como médico que dijera: ``la paciente''.
Entonces apareció Ben, el padre de Verónica, con un bat oficial de los Astros de Houston empujando la puerta del mosquitero con furia y gruñó, en pésimo español: ``Pon ahí, cabrón'' y señaló con la punta del bat la mesita de los jaiboles.
Felipe empezó a encabronarse y algo hubiera pasado de no aparecer Verónica revolviéndose el pelo al que acababa de darle un buen champú y dijo, alegre y cantarina, rugiente:
``Sam, Ben, put that shit down, fuck you! It's only Felipe, for Chrust-sake''.
Lueguito se vio que ella era la de las hormonas dominantes en esa casa y no tenía prejuicios raciales. Ya venían los jardineros a sumarse al altercado y ella los paró con la mirada. ``Bonita familia de orangutanes'' le dijo Felipe y le arrojó las llaves.
Verónica quiso invitarle un drink, pero él ya se veía de mascota de esa doña Bárbara texana y su banda de hombres con caras de doberman. Reculó cautelosamente y dijo: ``no, gracias''. Tomó hacia el camino. A lo lejos Jim alzó el dedo y se golpeó el antebrazo, recentándole el fuck you! que se merecía por imbécil.
Cuando sintió que ya no lo veían, corrió sin parar hasta la cinta asfáltica, jurándose que nunca más se iba a dejar escoger por una gringa que tuviera un hermano en una granja. No quería acabar como Irineo. No le volvería a escurrir sangre del ombligo.