José Cueli
Qué triste plaza vacía

Rasguearon los gruesos dedos sobre las cuerdas de la guitarra punteando unos soleares. El Camarón de la Isla tosió varias veces, remojó su reseca garganta con una cañita, se hizo el silencio y rompió a cantar quejumbroso, el más grande cantaor de flamenco que haya existido y que se fue sin decir a dónde se iba de juerga esa noche que se volvió eterna. En la misma forma que quejumbrosos, los aficionados se fueron de juerga al Angel de la Independencia o al entierro de don Fidel y dejaron la plaza vacía.

La voz del Camarón salía de su garganta, enroquecida por el constante deslizarse del aguardiente con dejos de doliente burla, de una socarronería de voracidad herida, de llantos y risas, unidos en un parloteo plañidero de la chulesca farándula. ¡Eres el más grande!, le exclamó brioso un parroquiano sumido en un verdadero mar de cante hondo después de esa tarde gaditana en que toreó Rafael de Paula como los propios ángeles.

Fue un maleficio, el maleficio de la tierra andaluza de vino y jarana que turba la voluntad de aquéllos a quienes seduce y enloquece. El demonio de la tentación, del flamenco y el toro. Ese demonio del toro que viene de Andalucía se improvisa, se trae en la sangre y no se puede aprender.

Ese demonio que los toreros comprenden en su totalidad. El tiempo que se nos escapa y nos lleva a pensar obsesivamente en la muerte. La muertevida, la muerte como parte de la vida. La muerte del toro como proyección de nuestra muertevida. La muerte pequeña que va por Andalucía en las verónicas de Rafael de Paula y la voz flamenca del Camarón de la Isla de San Fernando, que nos trasciende y ya no se puede dejar.

En el aire apuñalado de Andalucía surgió el toreo y se cuajaron las geometrías toreras de pedazos de sol y sombra. Pero desaparecidas del toro la fuerza, la casta y la bravura, y tránsito hacia la nobleza y suavidad en las embestidas, el arte de lidiar reses bravas pierde su búsqueda de la muerte en el tiempo y el espacio, y se vuelve amor carmesí desvaído y pobre, y niega la muerte que le daba su lugar único en el arte.

Ese demonio maléfico que no apareció, no puede aparecer en los novillines lidiados esta temporada en la Plaza México. Nuevamente toritos engordados disparejos en su presentación, de Santa Rosa de Lima, sin bravura y casta. Algunos deliciosos para el toreo actual, desaprovechados por los novilleros. En especial el quinto, que literalmente planeaba y con el que no pudo el novillero.

Sin toreo, sólo se queda el cante, el baile, la poesía y la plaza, que llora la muerte rimando la voz antes de perderse en el misterio de lo que queda de quehacer torero en las ganaderías que aún viven el loco sueño de la torería.