La Jornada Semanal, 22 de junio de 1997
Alberto Ruy Sánchez es uno de los narradores más sobresalientes de su generación, autor de Los nombres del aire y Los demonios de la lengua. Acaba de publicar En los labios del agua (Alfaguara, 1997), su más reciente novela. Doctor por la Universidad de París y director de la revista Artes de México, Alberto Ruy Sánchez es además un talentoso y agudo ensayista literario, como lo demuestra su trabajo monográfico sobre Octavio Paz y sus libros Con la literatura en el cuerpo y Al filo de las hojas. Aquí, analiza la obra y la vida de Dulce María Loynaz a la luz de una certeza: la poeta cubana vivió en su mansión del Vedado un exilio interior que sólo terminó con su muerte.
En 1937, al regresar de Cuba, Juan Ramón Jiménez le escribe la crónica de su visita a una mujer que le parece salida de otro mundo, a medio camino ``entre la vigilia y el sueño, entre el mundo de la carne y el de los fantasmas'': Dulce María Loynaz.
Había sabido de ella por el entusiasmo de Federico García Lorca, quien la admiraba y se había hecho amigo de los cuatro hermanos Loynaz, sobre todo de Flor, a quien deja como regalo el manuscrito de Yerma. A Juan Ramón le sorprende, primero, la casa, ya mitológica en La Habana de los años treinta. Y entre un inmenso colmillo de elefante y una enorme talla en madera de una virgen mutilada, como cruzando un umbral de sueños, entre esos dos guardianes truncos, es invitado a esperar.
``Me senté asustado -confiesa Juan Ramón-, y miraba el ir y venir del aire en el aire cuando... un escalofrío y Dulce María, jentil* marfilería cortada en lijera forma femenina, entre gótica y sobrerrealista, con lentes de oro de cadenilla a la oreja, ojitos de mariposa detrás y, en la sonrisa, un diente gris como una perla. Escueta y fina también su débil palabra cubana que no admitía corte en medio, como el papel de seda fósil.''
Dulce María lo invita a conocer la casa. Es, decir, su mundo. Y juntos van de asombro en asombro. En cada objeto excéntrico una o varias historias se entretejen. Algunas son muy secretas, otras se adivinan. Pasan por una jaula de ratas llena de hojas secas, una torre de monedas, de la más pequeña abajo a la más ancha en la punta: ``invertida torre de babel''. Un camarero de yeso que ofrece tarjetas de visita, cortado a lo largo, a la mitad. Un despliegue de desarticulados esqueletos de abanicos, otro de ``encajes solidificados por el sudor de siglos''. Cuando llegan al salón donde reina como fetiche central e inamovible, al lado del sillón, el vaso de cristal donde García Lorca bebió limonada (ahora ``con estalactitas y estalagmitas y arañas presas''), Juan Ramón exclama: ``Así supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca.'' Cuando le ofrecen limonada tiene el convencimiento inquietante, y se lo confirmarán más tarde por carta, de que su vaso ``pasaría al museo intocable de los ilustres vasos bebidos''.
Sin saber cómo ni cuándo, entra y sale de recintos. Por la recámara de Dulce María, cruzando puertas de vidrio, sale al jardín. En él no distingue lo que ya era: el centro imantado de la poética de Dulce María. Le llama la atención un árbol caído que sirve de puente entre dos kioscos, y ``el inédito cerdo monumental ciego, recojido de caridad''. Se esmera en describir la sutil diferencia entre la palidez de cada uno de los cuatro hermanos Loynaz, orquesta de cámara de extravagancias. Al despedirse en el jardín, Flor confiesa que irá a dormirse al baño de mármol en cruz que se comunica con el río. Enrique dormirá en la jaula del coche porque su casa está muy nueva todavía. Carlos dice que él no duerme esta temporada porque no sabe dónde ni cómo. Dulce María le ofrece una rosa de marfil: ``Las otras están muy frescas todavía. sta ha nacido antigua para mí junto al muro de mi dormitorio.'' Juan Ramón termina su crónica diciendo que siempre guarda junto a él ``la rosa vieja de marfil amarillento y violado, doblada de nacimiento y sin morir preciso; cruda, yerta de otros días, permanencia jemela de su poetisa dormida y despierta a la vez. Como ella, ardiente y nieve, carne y espectro, volcancito en flor; no pesadilla de otro ni en sí, sonámbula''.
Juan Ramón describe así el misterio de esa mujer y de su poesía, que no hará sino crecer con los años. También Virgilio Piñera, en 1942, decía: ``Ella ha trabajado. No se sabe bien si esta mujer vigila o duerme.'' Dulce María, sus hermanos, su casa y su jardín se fueron convirtiendo en una leyenda sustancial, sin concesiones. ``No le temieron a nada (salvo quizás a sí mismos) -escribe Cintio Vitier cincuenta años después de la visita de Juan Ramón- estos seres pálidos, escapadizos indetenibles de su propia prisión, involuntarios inventores de una leyenda sin la cual La Habana no sería la que fue, la que es la que será.'' Desde 1926, cuando tenía 24 años de edad, Dulce María Loynaz fue incluida en la antología clásica La poesía moderna en Cuba (1882-1925). Sería el avatar más joven de una estética de final de siglo. Y casi siete décadas después seguiría siendo esa voz obstinadamente ajena a los sonidos disonantes con su propia música. Su obstinación poética tenía ``la fuerza de un ciclón'', como le gustaba a ella decir de niña para amenazar a su hermano cuando discutían.
En 1952, el poeta cubano Eugenio Florit la presenta en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y habla de ella como una voz definitiva de la poesía cubana. Dice que su poesía, junto con la de su hermano Enrique Loynaz y la de Juan Marinello, fueron persistencias de la estética simbolista ``que no se acababa de dejar vencer por los ataques de lo nuevo''. Escribe Florit que mientras en Hispanoamérica soplaban los aires posteriores al modernismo, ``en Cuba aparecía esta mujer, `la inútil, la débil, la cansada, la triste' como ella misma se ha llamado, que venía a tocar una nota que pudo parecer olvidada y que no lo fue: la pura nota musical del simbolismo, el matiz, lo incierto y lo vedado, lo silencioso y pequeñito; lo hecho en fin de sugerencias y de insinuaciones, sin literatura apenas, sin énfasis ni actitudes.''
Cuando Florit la presenta ya ha publicado sus Versos 1920-1938, y sus Juegos de agua (1947). Pero había escrito su poema ``Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen'', su novela Jardín, y sus Poemas sin nombre, que publicaría en España en los años cincuenta. También allá aparecería en 1958 el libro del que habla siempre con más orgullo, su crónica de viajes a las islas Canarias, Un verano en Tenerife. La parte sustancial de su obra parece haber sido hecha entonces, incluyendo muchos de los poemas que en 1990 aparecieron en el libro Poemas náufragos y en 1991 en su Bestiarium. Es notable que el libro de viajes no sea el reverso de su mitología poética de la casa. Ambos impulsos navegan con el mismo viento: el descubrimiento alucinado de todo. La sorpresa mayúscula ante lo cotidiano. Las rosas con las que la reciben en Tenerife, por ejemplo, le parecen radicalmente distintas. Como si nunca hubiera visto una rosa. Pero las rosas de su propio jardín son también realidades poéticas del mismo género: únicas, nuevas y cargadas de significados simbólicos. La rosa es tal vez la imagen más constante en su poesía. Es curioso que Juan Ramón termine pensando en Dulce María como una rosa de marfil en un jardín excéntrico: siempre sorprendente, misteriosa.
El mito simbolista de Dulce María es como el misterio de la rosa en el jardín, que el poeta Gastón Baquero (16 años más joven que ella) , desde su largo exilio madrileño, describe como centro emblemático de su propia poesía. ``Creo recordar que uno de mis primeros poemas consistía en una retahíla de preguntas. Era una pura y cándida interrogación sobre el misterio de la rosa en el jardín. Ahora caigo en la cuenta de que no he hecho en vida otra cosa que preguntar, y reproducir después lo que me ha parecido una respuesta.'' Gastón Baquero ve también en la sola presencia de Dulce María un símbolo de la persistencia poética. ``Está en su casona como sembrada en su jardín, con la fuerza acerada de ciertos sarmientos, que vistos desde lejos parecen frágiles pero resisten enhiestos todas las tormentas y ven caer a su alrededor árboles muy recios, robles corpulentos, ceibas centenarias.''
Su casona legendaria de la infancia sería la voz narrativa de su poema extenso òltimos días de una casa, de 1958, una de sus obras capitales, donde hablar de la casa -o más bien hacer que la casa hablara- se convirtió para Dulce María en una manera de hablar de sí misma y de los suyos. ``Y es que el hombre, aunque no lo sepa, unido está a su casa poco menos que el molusco a su concha. No se quiebra esa unión sin que alguno muera en la casa, en el hombre... o en los dos.'' Entre todos los temas del poema, brota de nuevo inevitablemente el de la persistencia: ``No he de caerme, no que yo soy fuerte. En vano me embistieron los ciclones y me ha roído el tiempo hueso y carne, y la humedad me ha abierto úlceras verdes. Con un poco de cal yo me compongo, con un poco de cal y de ternura.''
Con tal arraigo y con tal mitología inmueble, con tal capacidad de construir su propia voz intramuros entre los ruidos y las músicas del mundo, es parcialmente explicable que después de la revolución cubana Dulce María Loynaz no haya emigrado de Cuba. Su exilio fue interior. Una intensificación del huerto interno que cultivó siempre. Pero sus libros se hicieron inconseguibles. Su voz difícilmente podía formar parte de ningún coro supuestamente histórico. Su fuerza subterránea parecía silenciosa. Su rareza se volvió secreta, su fuerte anacronismo poético dejó de estar presente. Hasta hace muy poco eran contados los nacidos en los cuarenta o en los cincuenta que supieran de la existencia de la Loynaz.
A principios de los años ochenta, Orlando González Esteva llegó de Miami con uno de esos regalos que siempre son, como su poesía, carnaval y rítmica sorpresa: dos libros de Dulce María Loynaz, editados en los años cincuenta en Madrid, y la fotocopia de un tercero igualmente agotado treinta años antes. Este último era El jardín, la novela que fue el último libro que José Lezama Lima leyó antes de morir, según testimonio del padre poeta çngel Gaztelu. Lezama escribió a Dulce María: ``Las obras que están hechas para resistir el tiempo son diversas y van sumando como misteriosas arenas. Al llevar la vida a su Jardín, usted lo ha convertido en un arquetipo, una de esas esencias platónicas que no sólo vencen al tiempo sino que éste se vuelve su olvido y le va regalando nuevos misterios y funciones. Lo que sí siento es no haberla conocido antes, pues su vida aparece en su obra con toda la seducción que apuntan la gracia y una manera delicada de acercarse a los que nos rodean como si fueran un misterio que se nos entrega y que al mismo tiempo permanece sellado. Usted ha creado lo que pudiéramos llamar el tiempo del jardín, allí donde toda la vida acude como un cristal que envuelve a las cosas y las presiona y sacraliza.''
Dulce María había nacido doce años antes que Lezama. Sin embargo, poéticamente, atendiendo a su concepción estética, era como veinticinco años más grande. Pero Dulce María viviría casi veintiún años más que Lezama. De manera similar, su voz poética es en nuestro siglo como un río que viene de lejos, pasa y al mismo tiempo algo de él persiste, continúa. Ya Juan Ramón la llama ``sutil, arcaica y nueva, realidad fosforecida de su propia poesía''.
Dulce María escribió mucho y publicó poco; lo hizo tarde y tuvo grandes reconocimientos. Después, por más de treinta años fue olvidada. Pero sobrevivió incluso al olvido. Tuvo una última década de aprecio público, incluyendo el Premio Cervantes en 1992, a los noventa.
Dulce María murió casi seis meses antes de cumplir los noventa y cinco años, en abril de este año. Al enterarme regresé a sus libros, sobre todo a su Jardín. Lo releí como quien hace una visita bien conocida, dudando de poder sorprenderme. Pero siempre hay una nueva Dulce María que se esconde detrás de un árbol viejo y saca la daga afilada de su inteligencia para invitarnos a compartir la manzana. Una presencia saludablemente perversa reflexiona y siente en su obra, y nos la hace intermitentemente cercana. Otra vez, arcaica y nueva.
Así, también como novelista Dulce María es una obstinada sobrevivencia. Contemporánea cronológica de las vanguardias narrativas hispanoamericanas, la Loynaz es artista de otra época ligeramente anterior. La prosa lírica de su Jardín es ajena a la inquietud corrosiva e intensa de las vanguardias. Su estética está más ligada a la ``escritura artística'' de los modernistas que a la que podría llamarse prosa poética vanguardista, prosa rota y recompuesta como montaje, prosa de composición a la manera de Huidobro, Martín Adán o Vallejo. Por eso, Dulce María la subtituló ``Novela lírica'', emparentándola más con Jarnés o Azorín. Es tal vez la última de las grandes novelas líricas que tanto proliferaron en los años treinta.
Al leer su novela la veo a ella más que antes en su personaje Bárbara, la niña del jardín, y recuerdo a jirones su conversación el día de mayo de 1995 cuando la visitamos en su casa, con Margarita de Orellana, Beatriz Escalante, îscar de la Borbolla, Héctor Ramírez y Miguel Reynoso, quien nos abrió en Cuba esa y muchas más puertas mágicas. Desde que Orlando González Esteva nos había hablado de su propia visita a la casona de la Loynaz, varios años antes, Magui y yo quedamos picados por el deseo de conocer ese territorio mitológico. Llegamos al Vedado, la zona residencial de La Habana que tiene la edad de Dulce María, donde está su famosa casona. Ahí me doy cuenta de que ésta no es la casa de la novela. La otra era más antigua, con enorme jardín, y se encuentra en el Paseo del Prado. Me dicen que aquí vive desde 1946, el mismo año en que se casa con su segundo esposo, el periodista Pablo çlvarez de Cañas, muerto en 1974. Dulce María declaró varías veces que escribía un libro sobre el Vedado, que era, según ella, como su hermano gemelo porque ambos nacieron en 1902.
La casa, enorme para los estándares cubanos, se encuentra en una esquina. Tiene dos plantas. La primera, más alta que la segunda. Una reja baja y un prado de metro y medio de ancho separan a la fachada de la banqueta. Dos torres neoclásicas enmarcan la entrada a un pasillo cubierto. Al fondo, a la derecha, la famosa escultura decapitada. Una mujer con túnica, un pecho al aire y un ramillete de flores en la mano derecha. La mano izquierda también fue arrancada. Es probable que esta escultura venga de la otra casa, porque la describe en las primeras páginas de Jardín como una estatua mutilada que la luna ilumina de manera extraña en un sendero de yerbas y árboles enjutos.
Nos recibe en un salón pequeño, a la sombra imaginaria de una enorme águila disecada. Todo tiene el aire de otro tiempo; un aire detenido pero gastado a pesar de su inmovilidad. Miguel le trae, como hace con frecuencia, una botella de rompope que la alegra. Nos recibe con cortesía y nos hace preguntas. Tratamos, lentamente, de que nos hable de ella. Al principio sólo dice lo que todo mundo sabe. Nos habla de su labor en la Academia de la Lengua, que preside. Nos dice que deberíamos interesarnos más bien en la poesía de su hermano que en la de ella. Cuando le preguntamos si se consiguen ahora libros de su hermano, nos dice: ``No, la gente no se ocupa mucho por la poesía en estos tiempos. Es que últimamente los cubanos han estado muy distraídos con la política.''
Cuando Magui trae a la conversación a Lydia Cabrera, que conocimos en Miami, también por Orlando, ciega ya como Dulce María, ella nos dice con entusiasmo que era la única mujer con la que su hermano Enrique se hubiera casado, por inteligente y bonita.
Cuando alguien más le pregunta si tuvo el deseo alguna vez de exiliarse de Cuba después de la revolución, ella responde sin titubeos: ``¿Por qué habría de querer irme?, si yo llegué aquí antes que ellos.'' Celebra unos instantes nuestra risa y añade: ``y muy probablemente dure más que ellos, ya voy a cumplir noventa y tres''.
Cuando vamos entrando en confianza me atrevo a preguntarle por su casa, y luego, suavemente, por su primer amor, que seguramente está relacionado con la casa. Algo de pronto se abre en ella y comienza a contarnos una escena mágica: nos explica que nunca fue a la escuela. Ni ella ni sus hermanos. Varios institutores bajo la vigilancia del padre y de la abuela se encargaban de su educación. Todo sucedía en su vida de los muros de la casa hacia adentro. La calle le era ajena. Pero un día, Dulce María, que tendría unos doce o trece años, se asomó por la ventana y arrojó a la calle una carta para un amigo desconocido, como quien lanza al mar un mensaje en una botella. Su mensaje era ella misma bailando en uno de los balcones, deseosa de que alguien la mirara. Cerraba desde afuera la ventana y se quedaba aislada en el balcón: su escenario.
Dulce María hacía un paréntesis para describirnos aquí cómo tenía el pelo tan largo que se hacía dos trenzas y con las manos nos explicaba cómo las trenzas volaban alrededor de su cabeza mientras ella daba una y otra vez los giros que la hacían viajar fuera de la casa, hacia el mar o a la luna. Desde el segundo día apareció un hombre joven y apuesto, que regresó todos los días siguientes, a la misma hora, para verla bailar. Ella se sentía orgullosa de su conquista y muy pronto sintió, por primera vez, que se estaba enamorando. Quería saberlo todo sobre él, e imaginaba lo que no sabía, es decir, todo.
A la semana, el joven llegó con un organillero que tocaba la música para sus pasos de baile. La niña bailarina del balcón ya reunía en la calle a un público de diez o doce personas. Al pasar los días, el público fue creciendo como el ruido en la calle y, finalmente, su padre, el famoso general Loynaz que había luchado por la independencia de Cuba, se asomó al balcón y descubrió el espectáculo de su hija. Lleno de furia la obligó a entrar regañándola y le ordenó que ni siquiera se asomara por la ventana. (``Más nunca''). Llorando, encerrada en su cuarto, se imaginaba a su amado esperando con incertidumbre al pie de su balcón. Nunca más volvió a verlo. Nunca supo siquiera su nombre. ``Ese fue mi primer amor, tan ciego como yo estoy ahora'', concluyó Dulce María mientras se acomodaba la peineta grande en su nudo de pelo blanco bien trenzado ligeramente arriba de la nuca. Nos despedimos cuando comenzaba a caer la noche. Ella nos pidió que volviéramos a visitarla la próxima vez que estuviéramos en La Habana. Ya no será posible. Dejamos atrás las estatuas mutiladas, la fuente con yerbas cayendo en vez de agua, los perros como hechizados alrededor de la poeta ciega, el águila que vuela en algún sueño, el piano cubierto por una mantilla y encima el desfile enmarcado de las fotos diminutas de sus muertos; todos sus muertos.
El misterio de la rosa del Vedado se va con ella. Como se muere la última voz viva y muy tardía del modernismo hispanoamericano. Todo a destiempo, como muchas veces es la poesía. En el disco donde ella lee sus poemas, uno solo llamado ``Sumisión'' no está incluido en sus libros. Es el que habla de su muerte: ``Porque ataron mis huesos unos con otros, soy. Porque algún día los desatarán, ya no seré. Soy y no soy sólo a través de este poco de cal y de artilugio. Camino y no me separó de una vida hecha de antemano para la eterna inmovilidad; de una muerte enderezada brevemente. Camino todavía pero mi propia muerte me cabalga. Soy el corcel de mi esqueleto.''
* En estas citas de Juan Ramón se respeta su uso peculiar de la J en vez de la G.