La Jornada Semanal, 22 de junio de 1997
Norberto Bobbio es una figura central del pensamiento político de este siglo. Aguerrido antifascista, Bobbio supo denunciar los lastres del socialismo real sin renunciar a ser un pensador de izquierda. Su obra monumental abarca títulos indispensables, como Elogio de la templanza y La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Más recientemente, publicó Derecha e izquierda. En España empezó a circular, bajo el sello de Taurus, De senectute, libro que le roba el título a Cicerón y en donde Bobbio reúne 14 ensayos autobiográficos porque, cuando uno se vuelve viejo -dice Bobbio- no tiene más remedio que hablar de sí mismo. La tesis central del volumen es valorar y rescatar el papel de los ancianos en las sociedades modernas.
1. La vejez ofendida. La vejez no es un tema académico. Soy un viejo profesor. Permítanme que les hable, esta vez, no como profesor sino como viejo. Como profesor he hablado tantas veces que corro el riesgo de repetirme, riesgo mucho más grave porque, como se sabe, los viejos profesores están tan enamorados de sus ideas que se acostumbran a volver siempre a ellas con insistencia. Yo mismo me doy cuenta de que muchas de las cosas que he escrito en estos últimos años son a menudo variaciones sobre un mismo tema.
De mis experiencias de viejo no he hablado nunca en público, salvo por alusiones, pero me vengo observando desde hace tiempo. ¿Desde cuándo? El umbral de la vejez en estos últimos años se ha postergado casi dos decenios. Los que han escrito obras sobre la vejez, empezando por Cicerón, estaban alrededor de los sesenta. Hoy en día los sesentones son viejos tan sólo en sentido burocrático, porque han llegado a una edad en la cual generalmente tienen derecho a jubilarse. Antes, alguien de ochenta años, salvo excepciones, era considerado un viejo decrépito, del que ni siquiera valía la pena ocuparse. Hoy, en cambio, la vejez -no la burocrática sino la fisiológica- empieza cuando nos aproximamos a los ochenta, que es además la edad promedio de vida en nuestro país, un poco menos para los varones, un poco más para las mujeres. Este desplazamiento ha sido tan importante que el curso de la vida humana, tradicionalmente dividido en tres edades, ahora se ha alargado -incluso en las obras que se ocupan del envejecimiento y en los documentos oficiales- hasta llegar a considerar una ``cuarta edad''. Nada prueba tan bien la novedad del fenómeno, sin embargo, como constatar el hecho de que hace falta una palabra para designarlo: hasta en los documentos oficiales a los agés les siguen los trs agés. Quien les habla es uno de esos, nunca bien definidos, trs agés.
Ustedes saben muy bien que al lado de la vejez del registro civil o cronológica, y al lado de la vejez biológica o de la burocrática, se encuentra también la vejez psicológica o subjetiva. Biológicamente, yo hago empezar mi vejez en el umbral de los ochenta años. Pero psicológicamente siempre me consideré medio viejo, incluso cuando era joven. Fui un viejo de joven y como viejo me consideraba todavía joven hasta hace pocos años. Ahora creo que sí ya soy un viejo-viejo. En estos estados de ánimo tienen una influencia determinante las circunstancias históricas, lo que acontece a tu alrededor, bien sea en la vida privada (por ejemplo, la muerte de un ser querido) o en la vida pública. No niego que en los años contestatarios, cuando surgió una generación que se rebeló contra los padres, me sentí repentinamente envejecido (yo estaba por los sesenta). De las crisis de vejez psicológica uno se puede recuperar. Más difícilmente del envejecimiento biológico, aunque es verdad que hoy la medicina y la cirugía hacen milagros. La segunda crisis histórica, mucho más grave, fue la acaecida en el mundo -con efectos graves incluso en Italia- en estos últimos años, y que casi confirma lo que piensan quienes interpretan el curso de la historia según el paso de una generación a otra. De esta segunda crisis salí, como muchos de mis coetáneos, medio muerto, mucho más que de la primera, tanto que a veces tengo la sensación de haberme sobrevivido a mí mismo.
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2. ¿Cuál sabiduría? Hay que aceptar, ante todo, que el marginamiento de los viejos en una edad cuyo movimiento histórico es cada vez más acelerado, es un hecho incontrovertible que no se puede ignorar. En las sociedades tradicionales estáticas, que evolucionan con lentitud, el viejo es el portador del patrimonio cultural de la comunidad, y de una manera que sobresale frente a todos los demás miembros de la misma. El viejo sabe por experiencia lo que los otros no saben todavía y necesitan aprender de él, tanto en la esfera ética, como en la de las costumbres o en la de las técnicas de sobrevivencia. No sólo no cambian las reglas fundamentales que rigen la vida del grupo y que tienen que ver con la familia, el trabajo, los momentos lúdicos, la cura de las enfermedades, la actitud en cuanto al mundo del más allá, la relación con los otros grupos, sino que tampoco cambian -y se transmiten de padres a hijos- las habilidades. En las sociedades desarrolladas la transformación cada vez más rápida tanto de los hábitos como de las artes ha invertido por completo la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo, cada vez más, es aquel que no sabe, frente a los jóvenes que sí saben, y saben, entre otras cosas, porque aprenden más fácilmente.
Ya Campanella, al final de la Ciudad del sol, le dice al viajero: ``Oh, si supieras lo que dicen, basándose en los astros y en los mismos profetas nuestros y hebreos, y en otras personas de nuestro siglo: que hay más historia ahora en cien años de la que hubo antes en el mundo en cuatro mil, y más libros se hicieron en los últimos cien años que en cinco mil.'' Hoy deberíamos decir no en los últimos cien, sino en los últimos diez. Al hablar de los libros Campanella aludía a la invención de la imprenta, es decir, a una innovación técnica, al igual que también es una innovación técnica la computadora que, por su parte, ha hecho aumentar desmesuradamente el número de los libros, tanto que hoy en día se imprimen en un año probablemente más libros de cuantos se imprimieron en todo el siglo al que se refería Campanella.
Sin embargo, no basta con tener en cuenta solamente el dato objetivo, es decir, la rapidez del progreso técnico, especialmente en la producción de instrumentos que multiplican el poder del hombre sobre la naturaleza y sobre otros hombres, y lo multiplican con tal rapidez que dejan muy atrás a quienes lleguen a detenerse un instante, ya sea porque no pueden más o porque prefieren parar a reflexionar un momento en ellos mismos, o a sumergirse en sí mismos, donde, decía San Agustín, reside la verdad. Lo que contribuye a aumentar el marginamiento del viejo es también un fenómeno de todos los tiempos: el envejecimiento cultural, que acompaña tanto al envejecimiento biológico como al social. El viejo, como ha observado Jean Améry, tiende a permanecer fiel al sistema de principios o valores adquiridos e interiorizados en esa edad que está entre la juventud y la madurez, o incluso solamente a sus hábitos, que, una vez formados, es muy difícil cambiar. Y como el mundo a su alrededor cambia, el viejo tiende a emitir un juicio negativo sobre lo nuevo, únicamente porque ya no lo entiende, y porque ya no tiene ganas de comprenderlo. Es proverbial la figura del viejo laudator temporis acti [...] El viejo, cuando habla del pasado, suspira: ``En mis tiempos.'' Cuando juzga el presente, protesta: ``¡Qué tiempos!''
Cuanto más se aferra firmemente a los puntos de referencia de su universo cultural, más extraño se siente el viejo frente al tiempo en que vive. Me he visto retratado en esta frase de Améry: ``Cuando el viejo se da cuenta de que el marxista, considerado por él -y con razón- un campeón del ejercicio racionalista, ahora se reconoce por algunos aspectos en Heidegger, el espíritu de la época le debe parecer extraviado, más aún, auténticamente disociado: las matemáticas filosóficas de su época se han transformado en cuadrado mágico.'' Los sistemas filosóficos se suceden en un proceso que quien lo vive interpreta como una sucesión no de progresos, sino de retrocesos. El sistema con el que habías creído superar el sistema precedente, es luego superado por el siguiente. Pero tú, al pasar de los años, no te das cuenta de que te has convertido en un superador superado. Estás inmóvil entre dos extrañamientos, el primero respecto al sistema precedente, el segundo respecto al siguiente. Y cuanto más rápido es, también en este campo, el sucederse de los sistemas culturales, más grave es aún la percepción de este extrañamiento. No tienes tiempo de enterarte (me limito a decir ``enterarte'', no digo ni siquiera a ``asimilar'') de una corriente de pensamiento, y ya se asoma otra. No es del todo equivocado hablar de ``modas''. Me dan vértigos al pensar en todas los ascensos y descensos, en todas las apariciones fulgurantes seguidas de caídas repentinas, en todos los imprevistos cambios de la memoria al olvido, a los que una persona de mi edad ha asistido. No puedes seguirlos todos. En un momento dado te ves obligado a parar, exhausto, y te consuelas diciéndote: ``No vale la pena.'' Hay un momento, observa de nuevo Améry, que marca ``el fin de la posibilidad de superarse a sí mismos en sentido cultural''. Insinúa también que este momento se sitúa alrededor de los cincuenta años.
No conviene generalizar. Pero yo mismo estoy dispuesto a reconocer que hay una cantidad de obras filosóficas, literarias, artísticas, que ya no consigo entender y de las cuales me alejo porque no las entiendo. Nuestro pensamiento corre con el ``espíritu del tiempo'' hegeliano. Piénsese en la contraposición entre clasicismo y romanticismo que divide un largo periodo histórico en medio del cual está un evento de inmensa ruptura como la Revolución francesa. Una división tan neta, tal vez ya hoy no se pueda hacer. Nada parecido ha pasado en los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido al sucederse de orientaciones y personalidades que han emergido con la misma rapidez con la que luego fueron sumergidas por oleadas sucesivas. Piensen en un personaje como Sartre, y después de Sartre, para limitarnos a Francia, en Levy-Strauss, Foucault, Althusser. Tantos maestros, ningún maestro. La única división que se ha propuesto ha sido entre moderno y post-moderno, pero es muy singular que a esta novedad de nuestro tiempo no se le haya encontrado hasta ahora ningún nombre distinto que añadirle un débil ``post'' a la época precedente. ``Post'' quiere decir simplemente que viene después.
3. Retórica y antirretórica. No ignoro que hay en nuestra historia literaria una larga tradición retórica de pequeños tratados escritos para exaltar la virtud y la felicidad de la vejez, desde el De senectute de Cicerón, escrito en el 44 a.C. cuando el autor tenía 62 años, hasta el Elogio de la vejez de Paolo Mantegazza, aparecido a finales del siglo pasado, escrito a la edad de 64 años. Estas obras constituyen un verdadero género literario, e intentan, junto con la apología de la vejez, también quitarle dramatismo a la muerte. Cicerón trata el tema según el módulo clásico del desprecio de la muerte. También los jóvenes mueren. ¿Y además, de qué preocuparse si el alma sobrevive al cuerpo? ``Un albergue nos ha brindado la naturaleza para detenernos allí un rato, no para quedarnos a vivir en él. Hermoso ha de ser el día en que yo parta hacia el divino sitio de encuentro y concilio de las almas, y me separe de toda esta turba y confusión.'' De modo más prosaico el positivista y darwinista Mantegazza se libera del pensamiento de la muerte con un apresurado: ``Basta no pensar en eso.'' ¿Para qué atormentarse con la idea de la muerte? Además, la muerte no es más que el regreso a la naturaleza en donde todas las cosas confluyen.
No necesito decirles que estas obras apologéticas me resultan repulsivas. Cada vez más fastidiosas a medida que la vejez se ha vuelto, como decía, un gran problema social -sin resolver y muy difícil de resolver-, no sólo porque ha aumentado el número de los viejos, sino también porque han aumentado los años en que se vive como viejos. Más viejos y más años de duración de la vejez: multipliquen un número por el otro y se obtendrá la cifra que revela la excepcional gravedad del problema. Un médico me contaba que un día le había tocado presenciar una conversación entre enfermos que hablaban de la vejez y que, naturalmente, se lamentaban. Pero uno de ellos se opuso: ``No es que la vejez sea horrible. Lo malo es que dura poco.'' Pero, ¿sí será cierto que dura poco? ¡Para cuántos viejos enfermos, no autosuficientes, dura, en cambio, demasiado! Quien vive cerca de los viejos sabe que para muchos de ellos la tarda edad se ha convertido -en parte gracias a los progresos de la medicina, que a menudo no te hace vivir sino que te impide morir- en una larga, muchas veces anhelada espera de la muerte. No tanto un seguir viviendo, sino más bien un no poder morir. Escribe Dario Bellezza: ``Fugaz es la juventud/ un soplo la madurez/ tremenda avanza/ la vejez y dura/ una eternidad.''
Y no obstante, también hoy en día existe toda una retórica de la vejez que no asume la forma, por lo demás noble, de la defensa de la última edad contra el desdén, o incluso contra el desprecio que recibe de la primera, sino que se presenta, sobre todo en los comerciales de la televisión, bajo una forma larvada y además eficacísima de captatio benevolentiae con relación a los nuevos y eventuales consumidores. En estos mensajes publicitarios aparece no el viejo, sino el anciano -término neutral-, y se lo presenta de buen porte, sonriente, feliz de estar en el mundo porque finalmente puede disfrutar un tónico particularmente eficaz, o de unas vacaciones particularmente atractivas. Y así también él se convierte en un cortejado cliente de la sociedad de consumo, portador de demandas de nuevas mercancías, bienvenido colaborador para la ampliación del mercado.
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Para darse cuenta de lo falsa que es esta idea de la vejez, recomiendo sobre todo un librito de Sandra Petrignani (Vecchi da morire, 1987), cuya lectura me ha fascinado y conmovido al mismo tiempo, de tan intensa y eficaz que es allí la representación del mundo de los viejos en un asilo. Me hizo reflexionar sobre el tema de la vida y de la muerte más que un ensayo filosófico. Los viejos que relatan sus confidencias a la autora carecen, casi todos, de esperanza. Casi nunca aflora ni siquiera la esperanza religiosa. Están, literalmente, desesperados. Escribe una viuda de 85 años cuyo hijo murió en un accidente: ``La vida es siempre un error. Por nada del mundo volvería a vivir [...]. En ninguna parte existe una vida maravillosa para nadie.'' Un arquitecto de 81 años, a quien se le murió la esposa: ``Uno cree estar encariñado con los objetos, con los recuerdos, con las propias cosas. Se gasta la vida en construirse una casa, con sus rincones, sus poltronas. Y un día, de repente, ya no le importa nada. Nada de verdad.'' Una vieja de 85 años, que después de la muerte del marido ha ``dejado de vivir'': ``No voy a ponerme a llorar; todo es tan horrible [...]. Es difícil de imaginar lo que es esta espera de nada. No se puede. No sé explicarlo; de inmediato me dan ganas de llorar. Es como si nuestra vida no hubiera existido nunca y yo, poco a poco, lo estoy olvidando todo, y cuando haya olvidado todo completamente, moriré y no se hablará más de nosotros.'' La vieja bordadora que jamás se casó y que ha perdido, por suicidio, a su única amiga: ``Duermo, y cuando no duermo, lloro. Me gustaría golpearme la cabeza contra la pared. Tengo 83 años. Demasiados. Debería estar muerta; de todos modos a nadie le importa nada de mí, nadie en el mundo sabe que yo existo.'' Una vieja madre recuerda a su niña muerta, mucho tiempo antes, a los seis años, y no puede aceptarlo: ``Después de su muerte ha sido terrible. Nunca más he tenido un solo día de alegría [...]. El mundo siempre me ha producido miedo, la vejez es tan sólo un fastidio más. ¿Cómo se puede ser feliz en un mundo así de horrible? A las cosas no les interesa nuestra suerte, la naturaleza es indiferente, Dios es indiferente.''
4. El mundo de la memoria. Curiosamente, en estos testimonios no aparecen nunca las actitudes usuales frente a la muerte: el miedo y la esperanza. El miedo es superado por el taedium vitae, que hace que la muerte sea una meta que no se teme sino que se desea. A la esperanza, que puede servir a quienes sufren incluso en situaciones que parecen desesperadas -y consiste en la esperanza de curarse o de estar en camino hacia una nueva vida-, se le opone el cupio dissolvi, es decir, el deseo de disolverse totalmente, de dejar de ser. Taedium vitae y cupio dissolvi, a su vez, no tienen nada que ver con el contemptus mundi de los místicos, para los cuales la vida es igualmente miserable, pero su miseria es el resultado no de un Dios indiferente y malvado sino de una culpa, y el desprecio por el mundo consiste en ``el paso natural para acceder a Dios''. En cambio, para quien está harto con la vida y anhela anularse, la muerte es un suspirado descanso después de la enorme e inútil fatiga de vivir. Alguien escribió: ``Mi fuerza vital es tan poca que no consigue ver más allá del sepulcro, no consigue temer ni desear nada distinto más allá de la muerte. No puedo pensar en un Dios tan despiadado que quiera despertar a alguien que, muerto de cansancio, duerme a sus pies.''
El viejo de la tradición retórica, satisfecho consigo mismo, y el viejo desesperado, son dos actitudes extremas. Las he puesto en relieve para inducirnos a reflexionar una vez más en la variedad de nuestros humores con relación a la vida, en la multiplicidad de valores contradictorios en los que nos movemos, y también en la dificultad de comprender el mundo, y dentro de este mundo, a nosotros mismos. Entre estos dos extremos hay otros innumerables modos de vivir la vejez: la aceptación pasiva, la resignación, la indiferencia, el disimulo de quien se obstina en no ver las propias arrugas y el propio debilitamiento y se impone la máscara de la eterna juventud, la rebelión consciente mediante un esfuerzo continuo, a menudo destinado al fracaso, en el que se continúa inflexiblemente el trabajo de siempre, o, por el contrario, el alejamiento de los afanes cotidianos y el refugiarse en la reflexión o en las plegarias, el vivir esta vida como si fuera ya la otra, rotos todos los vínculos mundanos.
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El mundo de los viejos, de todos los viejos, es, de manera más o menos intensa, el mundo de la memoria. Se dice: al fin tú eres lo que has pensado, amado, realizado. Yo añadiría: tú eres lo que recuerdas. Son una riqueza tuya -además de los afectos que has alimentado, los pensamientos que has pensado, las acciones que has realizado- los recuerdos que has conservado y que no has dejado borrar, y de los cuales has quedado como único guardián. Que te sea permitido vivir hasta que los recuerdos no te abandonen y que tú, a tu vez, puedas abandonarte a ellos. La dimensión en la que vive el viejo es la del pasado. El tiempo del futuro, para él, es demasiado breve para preocuparse por lo que sucederá. La vejez, decía aquel enfermo, dura poco. Pero precisamente porque dura poco, emplea tu tiempo no tanto para hacer proyectos con miras a un futuro lejano que ya no te pertenece, sino para tratar de entender, si puedes, el sentido y el sinsentido de tu vida. Concéntrate. No desperdicies el poco tiempo que te queda. Vuelve a recorrer el camino recorrido. Te ayudarán los recuerdos. Pero los recuerdos no afloran si no vas a escarbarlos en los rincones más remotos de la memoria. La remembranza es una actividad mental que en ocasiones no ejerces porque es fatigosa o embarazosa. Pero es una actividad saludable. En la remembranza vuelves a encontrarte a ti mismo, tu identidad, no obstante los muchos años transcurridos, los mil acontecimientos vividos. Encuentras los años hace tiempo perdidos, los juegos de cuando eras muchacho, los rostros, las voces, los gestos de tus compañeros de colegio, los lugares, sobre todo los de la infancia, los más lejanos en el tiempo pero más nítidos en la memoria. Ese camino en el campo que recorrías de muchacho para llegar a una granja algo apartada, lo podrías describir paso a paso, piedra a piedra.
Cuando se vuelven a recorrer los lugares de la memoria, se aglomeran los muertos a tu alrededor, y su cortejo se hace cada año más numeroso. La mayor parte de las personas con quienes te acompañaste te han abandonado. Pero tú no puedes borrarlos como si no hubieran existido nunca. En el momento en que los llamas a la mente los haces revivir, al menos por un instante no están muertos del todo, no han desaparecido por completo en la nada: el amigo de adolescencia muerto en un accidente de montaña, el compañero de juegos y del colegio que cayó con su avión durante la guerra, del que nunca se halló el cuerpo y la familia siguió esperándolo por años. Te preguntas por qué. La muerte de Leone Ginzburg en una cárcel romana durante la ocupación alemana. El suicidio de Pavese. Y vuelves a preguntarte por qué.
He aludido a muchas maneras de vivir la vejez. Alguien podría preguntarme: ``Pero tú ¿cómo la vives?'' En esta última parte de mi intervención creo que lo he dejado entender. Diría, en una palabra, que la mía es una vejez melancólica, entendiendo la melancolía como la conciencia de lo que no se ha alcanzado y de lo que ya no se puede alcanzar. A eso le corresponde una imagen de la vida como camino, en el cual la meta se mueve siempre hacia adelante, y cuando crees que la has alcanzado, resulta que no era lo que te habías figurado como meta definitiva. La vejez se convierte entonces en el momento en que adquieres plena conciencia de que el camino no sólo no se ha recorrido, sino también de que ya no hay tiempo de recorrerlo y tienes que renunciar a alcanzar la última etapa.
La melancolía está mitigada, sin embargo, por la constancia de los afectos que el tiempo no ha consumido.