La Jornada Semanal, 22 de junio de 1997
D. M. Loynaz, ``La novia de Lázaro''
Ve y dile al que pasó,
que vuelva,
que
también me levante...
Me eche a andar.
Arribar al ocaso: en la hora del crepúsculo habanero, en el atardecer de una vida.
En las calles 19 y E del antiguo Vedado, las sombras empiezan a hacer su trabajo. Dentro y fuera de aquella casona magnífica, el tiempo se ha detenido sólo en apariencia: la huella conspicua de su paso se manifiesta en el deterioro de las columnas, en la herrumbre que colma la fachada, en el aire de insólito museo que habita el interior. Ahí, entre reliquias y retazos de su particular historia, oculta de las estatuas acéfalas que pueblan su jardín, nos recibe Dulce María Loynaz. Empequeñecida, reducida por el peso de una existencia que ahora reclama sus palabras, sus recuerdos, su aliento. En su rostro parece leerse el dolor de una memoria viva. Un dolor desmentido, de vez en vez, por su sonrisa añosa y gentil.
La penumbra del domicilio recuerda, con demasiada facilidad, a aquella en que vive su principal moradora. Agotada su vista, el mundo físico que Dulce María habita tiende sus fronteras en la cercanía del contacto, en la seguridad de un bastón, en la reconfortante presencia de unos pocos allegados. Recluida, por voluntad propia, en el silencio de su casa; en su silencio... ``Después que perdí la vista'', nos confía, ``no escribí más... Yo no quise. No sé si fuera un acto de soberbia o de humildad. Puede que fuera de las dos cosas.'' Su universo interno, cuyos únicos límites conocidos fueran, acaso, los de la desmemoria, se antoja infinitamente más nutrido. Por algo, otro ser de su estirpe -la de los memoriosos- la ha llamado ``la voz de Clío''. Pero ya los recuerdos se escapan -ya, me parece, ella los deja fugarse, desprenderse, para aligerar su lastre. ¿Su poema predilecto? ``Yo no sé. Hace tanto tiempo que no vuelvo sobre esos pasos, que los considero pasos perdidos... Ya usted sabe más de mis cosas que yo misma.'' ¿Mi poema predilecto? ``La novia de Lázaro''.
``Quizá la novia de Lázaro sea yo misma. Tampoco lo sé. Pero, ¿para qué averiguarlo? Ya no tiene sentido. El poema vive por cuenta propia. Es como un niño: cuando nace necesita los cuidados de la madre. Pero, ya una vez pasado el tiempo, no necesita de ninguno.'' Habla la poetisa que nos dejó su desgarrador ``Canto a la mujer estéril'' -incapaz de parir y entregada, en cambio, a alumbrar versos. Madre fértil y pródiga; madre dolida de vientre vacío y espíritu rebosante.
Basta mencionar el vaso en que García Lorca bebió limonada -por largos años, el objeto más preciado en la galería de talismanes pretéritos- para arrancarle una risa franca. ``Ignoro si lo conservo todavía. En aquellos tiempos sí, lo guardaba. Pero me hicieron tantas burlas... Un día puse el vaso sobre la mesa, alguien lo lavó y se perdió su identidad.''
Después, el plomizo silencio mientras Dulce María se esfuerza por ofrecer una dedicatoria. La mudez del recinto sugiere una imagen terrible: la casa -como tantas otras similares- tiene mucho de mausoleo. Nos despedimos por vez primera y última, y, en un buen tiempo, ni los rumores de la noche habanera nos devuelven el habla.
Al escribir estas líneas, no consigo sacudirme la rabia de no haberlo hecho antes, cuando aún había tiempo, luz, vida. Antes de que su ausencia hiciera imposible decir lo que estaba previsto. Antes de que su muerte pusiera a esperar a todos los Lázaros resucitados.