La Jornada Semanal, 22 de junio de 1997


Y LAS JACARANDAS SIGUEN FLORECIENDO

Aline Pettersson

La noche de las hormigas (Alfaguara, 1997) es el más reciente libro de Aline Pettersson, un relato largo sobre la violencia y el sacrificio. Pettersson es una narradora de larga trayectoria: como novelista ha publicado, entre otros, Los colores ocultos, Sombra ella misma y Querida amiga, y como cuentista Más allá de la mirada; también ha incursionado con éxito en la poesía y en la literatura infantil. ``Y las jacarandas siguen floreando'' es un cuento que recorre las brumas de la memoria para rescatar el valor de lo creado en la literatura frente a lo estrictamente vivido.


Por eso digo que estoy segura de que el hombre del bigote blanco sentado en primera fila me veía a los ojos por primera vez. Y la mujer de la blusa color magenta, que me había ofrecido su apoyo incondicional, se volvió hacia él.

-¿Me podría decir usted si esa niña se llamaba òrsula?

Sí, fue entonces cuando me miró a la cara esa noche. Sé lo que digo porque yo siempre busco un par de ojos que no se me despeguen, una cabeza que se mueva asintiendo, casi como si lo que le sale a uno de la boca fuera ciencia pura, nada menos que la Divina Enseñanza.

No sé a los demás pero a mí siempre me da pánico escénico, se me seca la boca, me tiemblan las manos, y busco el cenicero y la cercanía con la jarra de agua. De no hallar el consuelo de una mirada aprobatoria, estar frente al público se vuelve una situación prácticamente insostenible. Y yo, entonces, le respondí con otra pregunta.

¿Cómo sabe?, debo haberle dicho. ƒl dejó pasar unos instantes, como si sopesara su respuesta. Yo me puse a recorrer todos los rostros en mi memoria; pero ninguno coincidía con ese señor de modales correctos que me había interrogado. Debo aceptar que los estragos del tiempo suelen manifestarse no sólo en el exterior de las personas, sino, lamentablemente, en las conexiones neuronales. Cada vez se conoce a más gente y cada vez esa gente se arracima diferenciándose menos. Es como pretender distinguir una uva de la otra, por ejemplo, mientras todas se balancean anónimas en el aire. Y por otro lado surge, de inmediato, un racimo igual de generoso, de nombres que no logran volar hasta el rostro que debería pertenecerles.

-Creo que ella tenía una hermana, ¿no?

Me sonrió, y yo, sin ninguna clave de mi parte, pasé del usted al tú, e, incómoda por la situación, decidí tomar al toro por los cuernos.

Pues, ¿quién eres?, o algo así, le dije. Me dio un nombre que no pude reconocer. Claro, yo lo recordaba por su apodo y no por nombre y apellido. Ernesto Fernández. Así que eso tampoco logró sacarme de dudas, aunque sí suscitar la desagradable sensación de estarme hundiendo en el fango de la amnesia. Hace años debí dejar de fumar, de tomar café, hacerme vegetariana. Demasiado tarde ya para el arrepentimiento.

Ernesto Fernández, repetí mecánicamente, para con timidez indagar luego: ¿Teco Fernández?

Nunca un sí me ha parecido más imponente. Un simple y pequeño sí. Me habían invitado a un ciclo de charlas sobre mi trabajo literario y mis primeras lecturas. Y, para despertar a quienes habían encontrado un sitio de descanso en las butacas de la sala, en espera del dulzor más que horrible de un vino blanco muy corriente, que, entre paréntesis, me parece que se elabora para dicho único fin (sólo ahí se tolera), había salpicado mi intervención con pequeñas acotaciones sobre mi infancia y pubertad.

-ƒse soy yo -repitió colgando su mirada en mis ojos.

Tuve que recurrir a un nuevo cigarro y a darle varios sorbos a mi vaso. Y nunca agua alguna me supo tanto a agua.

Teco, Teco, pero si tú fuiste mi primer novio, casi le grité en un impulso arrebatado, que no correspondía a las circunstancias ni al sitio, pero que, mágicamente, consiguió despertar a los soñolientos. Y después, algo así como un arranque súbito de fiebre se dejó caer sobre de mí. No fue una fiebre total sino que se instaló en la punta de mi lengua, para manejarla a su antojo. Porque yo me olvidé de la compostura y mi lengua entró en un delirio del que parecía ser incapaz de salir.

Ernesto Fernández alzó la mano de nuevo para decir después:

-Te he seguido a través de tus libros y decidí venir hoy a conocerte.

¿Conocerme? Yo, ahí arriba desde el foro, narré sin pudor la impresión que tuve cuando él -Teco- se apoderó de mi mano en una matiné de cine lejanísima. Pero dicha impresión logró romper la barrera del tiempo y se instaló en la sala, hasta hacerme revivir mi estremecimiento infantil. Porque mientras en la pantalla Errol Flynn luchaba denodadamente a favor de los pobres en el bosque de Sherwood, mi mano temblaba en la mano del único niño de mi cuadra que empezaba a lucir un bozo incipiente. El rostro del actor -de bigote- y el de Ernesto -apenas oscurecido- se me empalmaron, hasta hacerse indiscernibles en mis recuerdos. Fue entonces que el hombre se pasó el dedo sobre la línea blanca encima de sus labios.

-He estado a punto de reconocerme varias veces en tus libros, pero sólo a punto, ¿eh? ¿O será que ya olvidé cómo sucedieron las cosas?

Bueno, debo confesar que, a falta de imaginación, se me hace fácil hurgar en ciertas historias y personas. Y debo confesar, también, que esto me ha traído problemas. Hay gente que me ha increpado por las libertades en las que incurro. Por ejemplo, en una ocasión, una querida ex amiga me retiró el habla cuando creyó descubrirse en un personaje no muy bien librado. Nunca pude convencerla de que no se trataba de su historia, de que al escribir se miente siempre. ``¿Qué me sabes?'', protestó iracunda. Pero, en una inmerecida justicia poética, aquello por lo que me acusaba sucedió después. Aunque la amistad quedó truncada para siempre.

El público seguía reaccionando con cierto entusiasmo. Se había cambiado el espectáculo; ahora adquiría un tono, no sé si de comedia de enredos, pero al menos de una especie de teatro en atril. Además, hay que reconocer que todos cargamos con un regusto por asomarnos a los rincones privados de la gente. Y yo había abierto de par en par las puertas. Aunque vi que Ernesto Fernández no estaba muy cómodo con el giro de las cosas. Supongo que sólo esperaba, en la confirmación del nombre de òrsula, decir sin mostrar. Había sido yo quien traicionara la complicidad que él pretendía, y que lo llevó a atusarse el bigote nerviosamente. El bigote, su atributo mayor, el bozo de aquella época, el que lo hermanara, entonces, con la apostura cinematográfica de Robin Hood.

El público, Ernesto y yo nos movíamos inquietos en nuestros asientos. ¿Hasta dónde llegarían mis confesiones? Entonces hablé de las tardes de bicicleta y patines, de la emoción mía cuando en las coleadas nos tomábamos de la mano, del riesgo de acabar estrellados contra las paredes de las casas... Sería una muerte gloriosa o, por lo menos, unas cabezas descalabradas heroicamente. Pero la pericia de Teco siempre nos rescató de la catástrofe.

-Es que tú has escrito varias veces sobre estas escenas, y en una de tus novelas hasta heriste con unas profundas cicatrices en la cara -que le cambiaron la vida- a un tal Roberto. ¿Cuándo sucedió eso?, porque yo no lo recuerdo, ni a él, ni tampoco el accidente.

Volví a insistir en que al escribir, uno altera los hechos, que es inevitable. Y pensé en Sergio Pitol, que opina que transcribir la propia historia es una mera vulgaridad. Pero pensé, también, que tal vez cuando se apela a ese tipo de dramatismo -como lo del imaginario Roberto- es porque el autor no se atreve a ahondar en hechos menos escandalosos. Tal vez sea por miedo a no poder sacarle lustre a las pequeñas aristas de la vida.

-Me llama la atención otra cosa -interrumpió de nuevo-, en esas escenas, al personaje lo has llamado siempre Jorge.

Yo le dije que no me atreví a emplear su nombre y que acabé por casi creer que él se llamaba Jorge. Y ya no aclaré más, ni siquiera que así le puse a uno de mis hijos, que era una forma de mantener con aliento aquel lejano recuerdo. Yo le temo a la cursilería, tal vez porque no quiero reconocerla palpitándome; pero esa noche se adueñó de mí con su vitalidad de siempre. Fui yo quien la trajo a escena con mi nula discreción que no quedó a la altura de la de Ernesto Fernández. Y casi temí, además, que de seguir él jugando con el bigote, acabaría arrancándoselo. Mal disimulaba su intranquilidad.

Por fin se dio por terminada la sesión y afloraron las copas. Yo me tomé dos al hilo olvidando mis usuales reparos. Había que bajar la fiebre y ésa era la única medicina disponible, y a eso sabía. Luego, el público me abordó con libros en busca de firma. Y estoy segura de que mis autógrafos, escuetos por lo general, ocuparon esta vez la página entera de cada volumen. No vi cuando él se fue.

Acabé por olvidar el asunto hasta hoy. Porque claro que en un año suceden muchas cosas... Estaba yo terminando un trabajo que me urgía entregar, cuando se escuchó la campanilla. En estos tiempos inseguros, uno teme a un asaltante con cada timbrazo, así que, parapetada detrásÊde la puerta, aventuré el consabido ``¿Quién?''

-Ernesto Fernández.

El mismo desconcierto por el nombre que no logra ubicarse en la memoria. Me quedé callada, tratando de pensar en quién respondía a tal apelativo; pero él aclaró desde afuera:

-Ernesto Fernández, tu primer novio.

El hombre del bigote blanco me sonría con un ramo de rosas en la mano.

-Vengo a invitarte a dar un paseo conmigo.

Nos dirigimos a los viejos rumbos de nuestra infancia. Tarde de primavera y las jacarandas en flor. A la conversación le tomó tiempo deslizarse, porque, finalmente, se trataba de dos desconocidos separados por la vida larga de cada uno.

Llegamos a la calle que -cosa extraña- no había cambiado mucho. Ahí seguía su casa, la mía, la de òrsula y su hermana. Nos pusimos a caminarla como entonces.

-Ven -me dijo-, quiero mostrarte algo.

Llegamos frente al que fuera mi hogar, que aún conserva el ahora viejo árbol; pero que no por viejo dejó de coronarse con su prodigio azul. Ernesto buscó y buscó en lo alto del tronco. Borroso, pero todavía reconocible, había un corazón con dos letras cortadas a navaja. Después cruzamos la acera.

-¿Y qué le hiciste a tu pelo?

No supe a qué se refería, porque estaba igual de corto y silvestre que siempre.

-Yo me paraba aquí para espiarte, para ver a tu madre cepillando tu cabello antes de trenzarlo. Nunca voy a olvidar la emoción de observarte y observar cómo se esponjaba al contacto de su mano. Tan largo, tan brillante. Tal vez era lo que más me gustaba de ti. Nunca lo he olvidado; además, yo sabía que entonces estabas, por fin, a punto de salir a jugar. Porque no salías mucho, ¿verdad?

No, no salía mucho. Mis padres opinaban que la calle no traía nada bueno, y para conseguir el permiso yo debía zurcir todos los calcetines del mundo. De nuevo se apoderó la fiebre de mi lengua. O será que llega el tiempo en que ya no importa ponerle esos puntos ausentes a las íes. Yo le dije que -prisionera por la rejilla de hilaza- imaginaba que él era mi esposo y esos calcetines, los suyos. Por ese tiempo, yo leía novelas caballerescas, y a falta de un tapiz, elaboraba con la aguja mi cárcel de amor. Después, al anochecer, me asomaba en busca del lucero de la tarde para pedirle que me concediera estar para siempre a su lado. Entonces yo creía en milagros.

-Tú fuiste mi primer amor; y recuerdo que, temblando de emoción, puse en tus manos mi colección de escudos. Pero tú me los aventaste al suelo. Y poco tiempo después ustedes se cambiaron de casa; no nos volvimos nunca a ver. Ha pasado una vida para preguntarte por qué lo hiciste.

Ahora soy yo quien está incómoda; por más que lo he intentado, no recuerdo esa escena, porque en el eterno acto de escribir que es la memoria, las historias acaban tomando caminos muy diversos.

Todo ha cambiado tanto... el lucero de la tarde se suele ocultar detrás del aire espeso de la ciudad; los niños permanecen sujetos dentro de sus casas; la violencia nos sitia; los recuerdos y los nombres se nos confunden. Pero las jacarandas siguen floreando.

-¿Y tú has vuelto a ver a òrsula?

Mientras le respondo, observo cómo sus dedos recorren el blanco bigote.