La Jornada 22 de junio de 1997

¿COMIENZA LA RUPTURA?

El fallecimiento del máximo y más antiguo dirigente de lo que se denominó ``movimiento obrero organizado'', Fidel Velázquez Sánchez, es un hecho cargado de simbolismos sociales y políticos de gran impacto para el país. Personaje que suscitó y alentó siempre la polémica apasionada y hasta encarnizada, Velázquez fue durante más de medio siglo la bisagra de una ``alianza histórica'' definitoria, a su vez, del sistema político mexicano.

Pocos años después de fundada, la CTM, originalmente independiente, fue tomada por asalto por un grupo de dirigentes, Fidel Velázquez entre ellos, que se encargaría de uncirla al partido oficial, al poder presidencial y a un sistema de negociaciones cupulares, presiones, repartos clientelares de cuotas de poder y de favores económicos a cambio de respaldo político y electoral, concesiones bajo cuerda y, sobre todo, férreo control de cualquier expresión obrera disidente.

Durante el periodo del llamado ``desarrollo estabilizador'', este vínculo corporativo con el poder público favoreció ciertamente a millones de asalariados, los cuales pudieron elevar su nivel de vida, tener acceso a educación, vivienda, salud y abasto para ellos y sus familias, así como obtener concesiones de la más diversa índole.

Pero el costo político de estos beneficios fue devastador para la clase trabajadora del país, la cual perdió todo margen de independencia, toda perspectiva de diversidad y disenso, toda capacidad de movilización y protesta autónoma. Tutelados, favorecidos o reprimidos por las cúpulas sindicales oficiales, los movimientos sindicales vieron cómo su sentido original se distorsionaba hasta convertirse en correas de transmisión y parte del aparato de control del régimen. Durante largas y amargas décadas, las organizaciones que resistieron y se mantuvieron al margen de ese sindicalismo oficial fueron, en casi todos los casos, orilladas a la marginalidad, ilegalizadas y sometidas a la persecución policiaca y judicial.

En buena medida, la estabilidad política, social y económica que vivió el país hasta la década de los años 80 fue posible gracias a la CTM, el Congreso del Trabajo y sus dirigentes, encabezados por Fidel Velázquez. Al mismo tiempo, la prolongada existencia de un régimen hegemónico, monolítico y casi exento de oposiciones, puede explicarse por el establecimiento de la ``alianza histórica'' entre el poder público y los dirigentes de una clase obrera docilizada.

Con sus luces y sus sombras, eso que se denominó sindicalismo charro --para distinguirlo tanto del sindicalismo blanco, o patronal, como del auténticamente obrero--, y que tuvo en Fidel Velázquez a su máximo dirigente y a su figura más emblemática, parece vivir hoy sus últimos momentos.

Los gobiernos que se han sucedido desde 1982 no han podido, o no han querido, preservar niveles de vida mínimamente decorosos para la gran mayoría de los asalariados, pero no por ello han dejado de recurrir a los añejos mecanismos sectoriales de control, empezando por el sindicalismo oficial. Para éste, esas políticas se han traducido en un severísimo desgaste y una acelerada pérdida de bases, así como en una severa reducción de sus márgenes de influencia en las grandes decisiones económicas y sociales y en su capacidad para apuntalar al partido gobernante. En años recientes han ido ocurriendo separaciones y esciciones, tanto de la CTM como del Congreso del Trabajo, y han ido conformándose, de manera paralela, instancias independientes de concertación sindical. Tales fenómenos, aunados al declive natural de las centrales oficiales, tuvieron su expresión más significativa el 1o. de mayo de 1995, cuando por primera vez desde que se estableció el desfile obrero de esa fecha como acto de liturgia política y muestra de adhesión a la figura presidencial, los sindicatos afiliados al Congreso del Trabajo decidieron cancelar su salida a las calles.

No es fácil saber a ciencia cierta en qué medida el ejercicio de mando y el control de la CTM permaneció realmente en manos de Fidel Velázquez en los últimos seis meses, durante los cuales la salud del veterano líder lo obligó a permanecer hospitalizado largas temporadas, pero no cabe dudar de que su figura fue vista, hasta el final, como la máxima instancia de conciliación y arbitrio del movimiento obrero oficial, e incluso como una voz de gran peso dentro del partido gobernante. Como quiera que haya sido, la muerte del anciano dirigente deja a su corporación literalmente huérfana y expuesta al riesgo de que se desate en su interior una sorda lucha por la sucesión. El poder, la influencia y la capacidad de presión y control de que aún dispone la CTM son inerciales, pero enormes, y pueden convertirse en un codiciado botín político para quienes aspiran a suceder al dirigente fallecido.

En todo caso, es grandemente significativo que la muerte de Fidel Velázquez sobrevenga cuando el sistema político del que era pilar fundamental esté viviendo, a su vez, los que parecen ser sus últimos momentos y cuando el PRI, su partido, afronta el más desfavorable horizonte electoral de toda su historia.

Para bien o para mal, la desaparición del anciano líder tiene el sentido emblemático del fin de una época. Cabe esperar que, en la que se abre, el desmantelamiento de los remanentes corporativos pueda realizarse sin traumatismos o enfrentamientos gravosos para el país, y que el sindicalismo independiente pueda desarrollarse sin cortapisas y en armonía con las nuevas realidades políticas, económicas y sociales de México y del mundo.