La Jornada domingo 22 de junio de 1997

José Blanco
El símbolo del fin

Lentamente fue apagándose. El tramo final fue casi un dislate, la extravagancia, el despropósito, la incompetencia, el desvarío, un periclitar disparatado y excéntrico, una pifia, un absurdo estrafalario, la inanidad: la irremediable osteopatía de las estructuras del ``movimiento obrero organizado'' y su imagen especular, Fidel Velázquez.

La muerte del líder es también la final agonía del corporativismo obrero, el deceso del sindicalismo oficial y charro; expiración sin paz de la que veremos representaciones descabelladas, como la cruel agonía mostrada por la imagen del moribundo: una mueca doliente y caduca, escenas kitsch y rebatiñas de aves rapaces y carroñeras, productos terribles de la decadencia.

En la inmediata posguerra la industria mexicana se convirtió en el eje central del desarrollo económico. Fue un momento definitorio y decisivo, que configuró el modo como se habrían de imbricar en México economía y política; a la larga, ello sería parte decisiva también --en los años setenta y ochenta-- del agotamiento y la forma particular que asumió en este país la crisis del patrón de desarrollo económico. Ello, junto al hecho de que el sistema político, ya desde los años sesenta, venía convirtiéndose en estrecha camisa de fuerza para el conjunto de las clases emergentes y para la expansión de la nueva sociedad urbana (1968 anuncia con clarines y con muerte tal estrechez), erosionará hasta disolver al sistema político de la Revolución Mexicana y dejará en la disfuncionalidad (en la orfandad) al ``movimiento obrero organizado''.

El desarrollo industrial impuesto en el seno de una comunidad rural rompe siempre sus relaciones tradicionales y ``libera'' así a los hombres que se volverán fuerza de trabajo industrial; exige además transformar la organización de la comunidad rural de modo que ésta produzca los alimentos que requerirá la nueva fuerza de trabajo industrial y las materias primas que demandará la industria. Esto supone una exacción continua a la comunidad rural (renta de la tierra, pagos de intereses, relación de intercambio desfavorable o todo ello a la vez). Esta dura agresión a la sociedad tiene efectos disruptivos, contrarios a los propósitos de cohesión política de la modernización. Sin embargo, es el caso de todas las experiencias históricas de industrialización, excepción hecha de la de las llamadas ``democracias dependientes o satélites'', como Estados Unidos, cuyo despegue industrial es resultado de la expansión industrial británica.

Salvo esa excepción, el despegue industrial exige el endurecimiento del sistema político. Entre los sistemas políticos autoritarios que se configuran para hacer posible el desarrollo industrial se registran los ``pluralistas autoritarios'', los de ``hegemonía militar'', los nacional-populistas, como la Italia fascista, la Argentina peronista, Brasil (1935-1938), España (1939-1945), Irak, Siria, la Argelia de Ben Bella, Túnez, y, desde luego, el México posrevolucionario.

Mientras los sistemas de hegemonía militar buscan despolitizar el conflicto social haciendo prevalecer la economía sobre la política, los sistemas nacional-populistas, por el contrario, se sirven de la movilización y proponen una ideología global o un programa nacional global que busca justificar el presente en función del futuro.

En México, el momento en que el Estado se arma de un poder suplementario para gobernar el proceso industrial sin disrupciones en la sociedad está simbolizado por el arribo del Charro Díaz de León al Sindicato de Ferrocarrileros. La ideología global que se impone es una versión del nacionalismo revolucionario: la versión estatista, populista y corporativista. Así, y por esa causa, nació lo que hoy está muriendo.

Junto a la muerte de la industrialización por sustitución de importaciones al estilo desarrollo estabilizador; al lado de la extinción del Estado de la Revolución Mexicana, llegó el ocaso del sindicalismo corporativo llevándose consigo a su particular duce.

Sin un nuevo sindicalismo no habrá una nueva industria, aunque es claro que la democracia mexicana en ciernes no necesita más caudillos cuasi inmoribles.

Descanse por fin en paz.