Se equivoca el embajador James Jones cuando supone que el crimen, jurídicamente racionalizado, de Irineo Tristán Montoya no lastima las relaciones entre los pueblos de México y Estados Unidos. Por supuesto que sí se resienten las relaciones entre nuestros países cuando se condena y ejecuta injustamente a un mexicano. Obviamente que las relaciones bilaterales entre dos países, supuestamente amigos, se laceran cuando las convenciones internacionales en materia consular no se respetan.
Cómo negar que para los mexicanos el gobernador George W. Bush se convierte en enemigo irreconciliable, cuando se negó al aplazamiento solicitado de la sentencia, siendo el único con facultades para hacerlo; y cómo evitar que la Junta Estatal de Perdones y Libertad Condicional de Texas sea interpretada como la institución del atraso y la barbarie, cuando se niega a reconocer las irregularidades evidentes en el proceso del mexicano condenado a la pena máxima. Es evidente que el embajador Jones pierde la perspectiva de las relaciones en su conjunto, más allá del trato formal entre estados, cuando se escinde espiritualmente entre la obligación de apoyar las decisiones irracionales del sistema de justicia de su país y el repudio generalizado en México a la pena de muerte. Cómo creer que el presidente Clinton hablaba en México con verdad cuando pretendió compartir la sabiduría de las palabras de Juárez sobre el respeto al derecho ajeno, si en el fondo es incapaz de convencer a sus juristas de que respeten el derecho internacional.
Pero la Secretaría de Relaciones Exteriores de México se equivoca a su vez cuando pretende que extemporáneas notas diplomáticas y llamadas telefónicas de última hora, pueden sustituir el trabajo de verdaderos equipos de abogados dispuestos a jugarse su prestigio en la defensa de un condenado a muerte marcado por su origen mexicano, ante jurados texanos de legendaria actitud xenofóbica y racista, sobre todo si se trata de humildes ``espaldas mojadas''. Ciertamente la intervención del gobierno mexicano no es fácil después de dictada la sentencia. Por principio de cuentas nuestros consulados rara vez se enteran de que alguien corre el riesgo de ser condenado a muerte antes de ser sentenciado, y nuestros connacionales difícilmente cuenta con el dinero para contratar abogados de calidad, viéndose obligados a depender de los defensores públicos de oficio que muy rara vez toman en serio la defensa de un mexicano.
Y si nuestros consulados no cuentan con lo necesario para las tareas de protección más elementales, obviamente son de lejos rebasados en sus posibilidades de intervención cuando se trata de sentenciados a muerte. Sin más, ante la impotencia no les queda sino la simulación de defender lo indefendible en condiciones de penuria en recursos humanos y materiales.
Sin embargo el problema no es sólo económico, es social, cultural, político y diplomático. En el fondo se trata de la lucha mundial contra la pena de muerte, y de la respuesta nacional cuando se trata de nuestros propios compatriotas condenados injustamente a la pena capital. Lo cual apela a la acción sistemática de las organizaciones de derechos humanos y de las ciudadanías en contra de la ``más inhumana, cruel y degradante de las sanciones'', como bien señala el editorial de este periódico del día de ayer. Urge reforzar la protesta sistemática, tanto en México como en Estados Unidos, que sensibilice a las autoridades estadunidenses sobre los costos políticos de cada sentencia de muerte.
Estados Unidos ha utilizado en todo el mundo como chantaje la defensa de los derechos humanos, pero se permiten violar esos mismos derechos con una frecuencia aparentemente irrefrenable, habrá que demostrarles tantas veces como sea posible la incoherencia de su comportamiento y su doble e inadmisible moral. Pero también urge que el gobierno mexicano tome más en serio la multiplicidad de casos de pena de muerte y se comprometa a una defensa más decidida del conjunto de los condenados. Se imponen acciones al más alto nivel. El presidente Zedillo deberá utilizar su espléndida relación con el presidente Clinton para promover la salvación de la treintena de mexicanos que esperan en la antesala del infierno la hora de su ejecución.
Si en su momento fue posible salvar a Ricardo Aldape, aprovechándose la coyuntura de la visita de Clinton a México para lograr su liberación, lo que demuestra que la acción diplomática conjunta puede tener efectos positivos y que el sistema jurídico norteamericano es susceptible de cambiar decisiones injustas bajo la presión de su gobierno, ahora podría acordarse algún mecanismo bilateral para la revisión minuciosa de los procesos y de las condenas, que permita establecer las condiciones para la condonación de las penas capitales, antes de que sea demasiado tarde.