Un día, el Presidente afirma ante la cúpula empresarial que el populismo, el estatismo y el proteccionismo están superados en el mundo entero y que ya nadie los defiende. Al día siguiente, ese mismo Presidente se presenta ante una central sindical para hablar de la alianza histórica entre los obreros y el Estado, unos minutos antes del sorteo final de estufas y licuadoras, argucia indispensable para asegurar la presencia de todo el público durante los discursos. Al día siguiente del día siguiente, el Presidente inaugura una carretera --por fin construida-- dos semanas antes de las cruciales elecciones legislativas de 1997.
Acaso se trata de dos personas en una: quien rechaza el estatismo y quien lo ejerce como antes. El ataque al populismo ya se ve que no es tanto como para abstenerse de hacer clientela política con la obra pública. El denuesto del estatismo tampoco llega a eliminar el sistema de sindicalismo de Estado.
Entonces, ¿en qué consiste el antipopulismo y el antiestatismo de Ernesto Zedillo, de sus antecesores y maestros, y de sus seguidores miméticos?
Se trata de la renuncia de las responsabilidades sociales del Estado, pero sin modificar el viejo sistema político de relación entre el poder y las corporaciones estatizadas de obreros y campesinos. Se trata de un fortalecimiento de poderes monopólicos con el sustento de un Estado corporativo en el que las libertades siguen restringidas.
Sin embargo, la pérdida de controles gubernamentales sobre algunos aparatos encargados de organizar las elecciones, combinado con el debilitamiento de la base material del corporativismo y el clientelismo estatales, ha generado un fenómeno de fuga electoral del viejo sistema político. Es también el avance de la democracia en la conciencia de millones de mexicanos y la presión internacional en favor de elecciones transparentes en México.
Mantener el sistema de corporativismo estatal es el reto más grande del actual Presidente, aun mayor que la inviable estabilización de las cuentas nacionales. Zedillo no tiene más apoyos efectivos que los viejos aparatos corporativos, pues el que le otorgan las cúpulas empresariales es débil en términos políticos.
El Presidente sabe que necesita una mayoría en la Cámara de Diputados para seguir disponiendo de los fondos presupuestales indispensables para sostener el aparato corporativo. Sin las partidas secretas, las erogaciones especiales, los gastos discrecionales de que dispone la Presidencia de la República, el corporativismo se vería severamente golpeado, pues no basta la ley sin dinero disponible para controlar a las organizaciones estatizadas de obreros, campesinos y empleados.
Aquel Presidente de esos tres días no es precisamente un esquizofrénico, sino que su antiestatismo se detiene antes de afectar el control político tradicional, la negación de libertades y el uso discrecional del presupuesto.
Es la reforma neoliberal del viejo sistema, la cual no alcanza a abrir un camino de democracia.
El Presidente ya no se quedó al sorteo de las licuadoras en la CROC, por ser el organizador principal de los métodos con los cuales se usan los dineros públicos para sostener el aparato corporativo del Estado; es decir, el patrocinador de la rifa.