Hace un buen puñado de años, y con una de las excelentes direcciones de Manuel Montoro, pudimos ver El sueño de la razón de Antonio Buero Vallejo. Una dolorosa etapa en la vida de don Francisco de Goya y Lucientes sirvieron al autor para estructurar un grito libertario, una de sus metáforas de la vida española, al comparar los excesos absolutistas de Fernando VII con los de la dictadura franquista que veía sus últimos años, y de la que Buero Vallejo fue una víctima. Al mismo tiempo, el dramaturgo ensaya por primera vez en esta obra lo que Ricardo Domenech ha llamado ``el efecto de inmersión'', en la que el espectador resiente la misma sordera que el protagonista, cuando éste se encuentra en escena; se nos presentó a un Goya sordo, enfermo, desesperado e injusto con quienes lo rodeaban, en el momento de pintar los muros de la Quinta del Sordo, acosado por todos y poco antes de partir al exilio.
La democratización de la vida española hace que no haya motivos para vencer ninguna de las cinco dificultades para decir la verdad. La mirada de un dramaturgo joven, que creció en la etapa posfranquista no puede ser la misma que la de Buero Vallejo, pero el objeto de esa mirada, es decir Goya, es el mismo; no importa que la escritura de Goya, la obra de Alfonso Plau se deba a la celebración de una efemérides, los 250 años del natalicio del gran pintor: el arte, ciertamente, debe mucho a algunas obras celebratorias. No es el caso del espectáculo que una compañía de Zaragoza presentó recientemente en esta ciudad, mero pretexto para una visión light de la vida y la obra del genio, en donde todo tiende a ser ``simpático'' y en ocasiones bastante ramplón: baste esa comparación, tan absolutamente peregrina, de las ``pinturas negras'' con el monstruo de Frankestein para entender que el ludismo al que se refiere el programa es en realidad falta de congruencia y de profundidad. Farragoso y verbalista, narrado por Moratín, el texto carece de verdadera teatralidad. Quizás se pensó que la recreación de cuadros goyescos lo apuntalaría, pero por degracia la dirección de Carlos Marín aporta poco; basada en las famosas triangulaciones y con el protagonista de cara al público, casi siempre a medio proscenio, la presentación de los cuadros cae en la misma banalización. No está mal en la muy satírica La familia de Carlos IV, pero resulta absurda en Los forasteros o Lucha a garrotazos o en Los fusilamientos del 3 de mayo en la Moncloa. Nos han llegado de España esenificaciones de excelencia y sabemos de la renovación de su dramaturgia, pero este montaje resulta muy decepcionante.
Por estos pagos, los jóvenes viven en plena efervescencia teatral. A la larga lista de autores que dirigen sus propias obras (``directurgos'' los llama con mucha gracia Ignacio Flores de la Lama) se suma ahora Eric Morales, teatrista del que yo no tenía noticias, pero que demuestra una certera voluntad de experimentación con Joe, la historia del hombre al que le cambiaron de nombre, tanto en el terreno de la construcción dramática como en el de la escenificación. Inspirada al parecer en un hecho real (y me baso para decirlo en que Morales dedica su obra a sus padres ``que vivieron esta historia''), lo que se nos narra, y si se hiciera linealmente, carecería de originalidad y no pasaría de ser un melodramita del incauto latino que cae en el delito y sufre prisión en alguna gran ciudad estadunidense, tanto por las malas compañías como por el influjo de una perversa mujer y su no menos perverso amante, con la novia que languidece en la natal Asunción (y de hecho, la mayoría de las historias verdaderas dan casi siempre para melodramas). Pero Morales juega de tal manera su historia, con vaivenes temporales y cuidadas elipsis, que su texto escapa a cualquier definición y se convierte en un ajustado rompecabezas. Su dirección tiene mucho mayor mérito, con el único elemento escenográfico de una puerta movible, que da lugar a excelentes escenas, como la de la intrusión de los ``guaruras'' en la casa de Candela y otras. La simplificación de los recursos utilizados por Eric Morales lo llevan a aciertos varios, como el ábaco con que cuentan los empleados del banco, el paraguas que puede ser metralleta o recurso de escape. Las actuaciones de este grupo de actores jóvenes y poco conocidos no son todo lo homogéneas que se pudiera desear --un par de ellas son más bien deficientes-- pero a pesar de ello la escenificación nos ofrece una nueva e interesante presencia en nuestros escenarios.