Irineo Tristán Montoya, ciudadano mexicano, está a punto de ser ejecutado por la justicia de Texas, la cual lo declaró culpable de un homicidio cometido hace doce años. A consecuencia de ello, durante una década, este connacional ha vivido en la antesala de la muerte, la cual le llegará finalmente esta tarde, en la prisión de Huntsville, a menos que tengan éxito los esfuerzos por conseguir que el gobernador texano, George W. Bush, otorgue una postergación de 30 días de la ejecución.
La situación terrible de Irineo constituye un agravio para la amplia porción de la humanidad que rechaza la aplicación de la pena de muerte en todas las circunstancias y que esgrime sólidos fundamentos para ese repudio: la pena capital viola el primero y el más trascendente de los derechos humanos --el derecho a la vida-, es ineficaz como instrumento de combate a la criminalidad, es un castigo cruel y un espectáculo sádico que degrada a la sociedad que lo pone en práctica y rebaja al Estado al mismo nivel de barbarie de los homicidas. Adicionalmente, esta sanción, cuya vigencia es característica de regímenes totalitarios y despóticos, cierra, en la medida en que es irreversible e irremediable, cualquier posibilidad de corregir errores o aberraciones jurídicas. En Estados Unidos, en décadas recientes, se demostró en forma inequívoca, y a posteriori, la inocencia de más de una docena de ejecutados.
Por todas esas razones, la pena de muerte es humana y moralmente injustificable, incluso si se presenta como corolario de procedimientos penales regulares y apegados a derecho. Pero no es ese el caso de Irineo Tristán Montoya, en cuya captura las autoridades policiales texanas omitieron notificar de los hechos a las autoridades consulares de México y violaron, con ello, la Convención de Viena, suscrita y ratificada por Estados Unidos. Otra de las graves irregularidades denunciadas por la defensa del sentenciado es que éste fue inducido, con engaños, a firmar una declaración autoinculpatoria redactada en inglés, idioma que Irineo desconocía.
Tales violaciones a los derechos del procesado obligan a pensar que en el fallo y en la sentencia correspondientes no sólo pesaron los indicios de su culpabilidad, sino también su condición de mexicano, pobre, hispanohablante y marginado, lo cual no sería, con mucho, una situación excepcional en el sistema judicial estadunidense: hay estadísticas y datos que indican, de manera contundente, que la parcialidad, los prejuicios, el racismo y la ineptitud son factores que frecuentemente intervienen en las decisiones de los tribunales en perjuicio de los indiciados cuando éstos provienen de minorías étnicas o cuando carecen de recursos económicos y de posición social.
Con todo, la responsabilidad del trance por el que está pasando Irineo Tristán Montoya no corresponde en forma exclusiva a los tintes racistas, clasistas y fóbicos de la sociedad estadunidense ni a las aberraciones de su sistema de procuración de justicia. Esa responsabilidad nos atañe, también, a los mexicanos, en la medida en que no hemos sido capaces de construir una nación incluyente que ofreciera un lugar y unas perspectivas de vida digna a los millones de connacionales que, como le ocurrió a Irineo a los 14 años, se ven obligados a emigrar al país vecino en busca de trabajo y de remuneraciones mínimamente satisfactorias.
En esta perspectiva, la ejecución de Irineo, de ocurrir, sería degradante para la sociedad y para las instituciones de Texas, pero sería, también, motivo de vergüenza para todos los mexicanos. Esta consideración, aunada al apego a valores humanos básicos, como el derecho a la vida, debe movilizar al país en su conjunto, al gobierno y a la población, en un esfuerzo a fondo para intentar salvar, en las pocas horas que quedan --la ejecución está programada para esta misma tarde--, la vida de Irineo.
Finalmente, debe señalarse que se equivoca el embajador de Washington en nuestro país, James Jones, al considerar que la inminente ejecución de nuestro connacional no afectaría negativamente las relaciones bilaterales. Los contactos entre gobiernos y el comercio entre ambos países tal vez podrían proseguir con normalidad, pero el sentir de la sociedad mexicana recibiría y acusaría, a no dudarlo, un agravio indeleble y tan irremediable como la muerte de Irineo.