Ugo Pipitone
¿Es inevitable el desempleo?

Competitividad y equilibrio de las cuentas públicas se han convertido en pasiones ecuménicas de las economías contemporáneas. Sin embargo, el camino hacia la moneda única europea está sembrado de cadáveres en forma de desempleados --18 millones que, para entendernos, corresponden a algo más que toda la población holandesa junta. En América Latina, los éxitos exportadores de México, Perú, Ecuador y otros siguen sin que se muestren efectos positivos sobre un desempleo y subempleo que se mantienen en niveles estratosféricos. Se agiganta así el riesgo que las tensiones sociales vuelvan inviables caminos que son sin embargo vitales: la integración europea de un lado y el crecimiento de las exportaciones latinoamericanas del otro.

Tenemos estrategias de integración regional, tenemos estrategias exportadoras, pero aún no tenemos estrategias de desarrollo socialmente viables en el largo plazo. Ahí está el nudo gordiano que muchas sociedades de nuestro tiempo ni desatan ni cortan. La masa de los problemas sigue creciendo y debería resultar evidente que los riesgos también. Riesgos de turbulencias sociales que podrían volver atractivas soluciones autoritarias en América Latina y retornos nacionalistas en Europa. La memoria histórica debería ser instrumento para entender los peligros del presente. Sin embargo, así no es. ¿Hasta qué punto pueden las sociedades tolerar una eficiencia productiva que las desestructura, que amplía los espacios de desesperación social, de anomía y de criminalidad?

Es cierto, las estrategias de corte keynesiano --en un contexto de innovaciones tecnológicas tumultuosas y de aguda competencia internacional-- revelan hoy deficiencias insuperables. Pero representaron a su tiempo un punto alto de elaboración científica y de conciencia política acerca de la insostenibilidad de altos niveles de desempleo. ¿Cual es, hoy, nuestra respuesta al ensanchamiento de las distancias entre economías sanas y sociedades enfermas? Nuestras respuestas, intelectuales o políticas, son gravemente inadecuadas al tamaño de los retos. Estamos frente a procesos de cambio tan vertiginosos que ni entendemos a plenitud ni mucho menos sabemos gobernar. Pero es indecente disfrazar problemas sociales que siguen sin respuesta con una retórica del mercado y la eficiencia que esconde y disfraza la impotencia. ¿Eficiencia y bienestar son excluyentes? En los últimos años el pensamiento progresista (incluyendo en él las vertientes socialistas) ha hecho un notable paso adelante reconociendo en el mercado un instrumento imprescindible de cualquier estrategia de desarrollo. Frente a esto, el pensamiento conservador se ha replegado en una mezcla de ideologización del mercado y de fatalismo acerca de sus consecuencias sociales.

La verdad, cruda y desnuda, es que los mercados necesitan ser regulados. Y sin embargo el plan Delors de crear empleos en Europa a través de un nuevo impulso a la modernización infraestructural fue rápidamente abandonado bajo las urgencias de saneamiento financiero en vistas de la moneda única. Y al otro lado del océano, en condiciones de baja presión social organizada, el éxito exportador sigue siendo visto como la clave universal de problemas que sin embargo, lejos de atenuarse, se agudizan.

¿No hay nada que pueda hacerse concretamente? Si se mira a América Latina existen cuando menos dos espacios cuyo aporte al crecimiento y al empleo ha sido escasamente sondeado: la modernización de agriculturas de amplias bases sociales y el impulso a pequeñas y medianas empresas capaces de contribuir a la formación de economías locales dinámicas. Si se mira a Europa occidental el desarrollo de servicios sociales a partir de una microempresarialidad difundida y la formación de un fondo europeo para la creación de empleos en infraestructura, servicios e investigación científica siguen siendo caminos no recorridos.

No se trata de vender milagros sino de reconquistar el derecho de la política a experimentar rumbos nuevos capaces de producir niveles más elevados de compatibilidad entre eficiencia y solidaridad. Si la política renuncia a promover ideas e iniciativas de bienestar, el espacio vacío que deja será inevitablemente llenado por la búsqueda de milagros autoritarios. Y no se trata de vaticinios catastrofistas, se trata de la historia del siglo XX.