De la autonomía a la independencia
Blanche Petrich Ť La primavera transcurre en Donosti (San Sebastián), la coqueta capital cultural de Euskadi con los sobresaltos clásicos de esta tierra vasca. El turismo invade el puerto, jalonado por restaurantes donde comer pescado y mariscos es acercarse al cielo, y también la limpia arena de la playa de La Concha. Casi nadie repara en las videocámaras instaladas por la policía en ciertas esquinas, en algunas calles: puntos calientes por donde acostumbran a manifestarse militantes y simpatizantes del movimiento independentista vasco, un sector nada despreciable que a más de 20 años de la muerte del general Francisco Franco sigue reivindicando la independencia de Euskadi.
Manifestaciones constantes con contenidos y reclamos del movimiento juvenil, de derechos humanos, sindicales, antimilitaristas y culturales. Cualquiera que sea el motivo, la policía vigila y con frecuencia reprime.
Foto: Cortesía del periódico Egin
Una camioneta llena de vidrios ahumados, sin placas pero llena de focos y antenas, vela día y noche el bulevar donostiarra. Una pequeña estación de espionaje, equipada con lo último de la tecnología para el control de la ciudadanía: es la contrainsurgencia.
A simple vista, los habitantes del País Vasco (cuatro provincias del lado español y tres más del lado francés, con una extensión de unos 20 mil kilómetros cuadrados) gozan de niveles de bienestar superiores al los del resto del Estado español. Pero bajo las apariencias se profundiza la brecha abierta por el franquismo: hay democracia, pero con torturas, y éste es el caldo de cultivo de la confrontación entre el poder central y la organización armada Euskadi ta Askatasuna (ETA).
Alfonso Sastre, el dramaturgo madrileño que se dejó adoptar por la calidez del pueblo vasco y que, por lo mismo, decidió vivir en el pueblo fronterizo de Hondarribia, explica la razón del prolongado conflicto vasco-español: ``En su momento no hubo ruptura y esa ruptura sigue haciendo falta''.
A falta de ello, los vascos, violentos o no, parecen empeñados en ser cada día más vascos: es un mensaje que de muchos modos se envía a Madrid machaconamente.
La batalla por recuperar el idioma --sobre cuyos orígenes los especialistas no se han puesto aún de acuerdo-- se plasma en la proliferación de ikastolas (escuelas), donde las nuevas generaciones y buena parte de las viejas, aprenden la lengua que fue combatida a sangre y fuego por la dictadura franquista.
Hay otro dato que habla de la diferenciación vasca: entre guardias civiles, policías españoles, vascos y municipales hay en Euskadi un agente del orden por cada 700 habitantes, la tasa más alta de Europa. Es decir, los vascos viven cada vez más controlados, especialmente los jóvenes, protagonistas de uno de los fenómenos que marcan hoy la evolución del conflicto vasco-español: la kale borroka (lucha callejera), la intifada euskaldún.
Un argumento reiterado en la crítica al nacionalismo de ETA es hacer énfasis en su anacronismo: se dice que con Franco la organización vasca tenía razón de ser y, por lo mismo, que con la actual democracia no hay lugar para la violencia, menos si es armada. Hoy, la guerra contra ETA rebasa las fronteras españolas y se trasladó incluso más allá del Atlántico. No compete aquí decir si ETA es o no anacrónica. Lo evidente es que los vascos, de ETA o no, quieren ser eso, vascos, dueños de su destino.
El asunto, en todo caso, tal vez pase por dilucidar si tienen o no derecho a ejercer la reivindicación que dio vida y forma a ETA en 1959: el derecho a la autodeterminación.