Hace más o menos 50 años la representación colectiva de nuestras ciudades veía un fin de siglo armónico, pues se imaginaba a éstas sin conflictos. Los imaginarios de la época identificaban al progreso tecnológico como el precursor de un nuevo orden, en donde miseria y opulencia no serían los rostros de la moneda.
La realidad es otra. México llega al fin del milenio con una población principalmente urbana y los vínculos sociales responden cada vez más al sentido económico que ha hecho de nuestras principales urbes, en especial la de México, ámbitos fundamentalmente de servicios, economía informal y pobreza.
Se trata de ciudades con problemáticas en donde la pobreza y la crisis económica favorece la emergencia de escenarios críticos. La cuestión sísmica, por ejemplo, que parece haber vivido el decreto de su silenciamiento, es una de las coyunturas que guardan contradicciones preocupantes. En el caso de la ciudad de México, la elevada sismicidad, el tipo de suelo, la densidad demográfica y la condición histórica del desarrollo urbano son elementos que condicionan escenarios desastrosos. Lo complejo es que nuestra ciudad no es vulnerable porque esté postrada sobre una zona sísmica, sino por las características que guardan su composición social y su desarrollo histórico. De aquí que la respuesta a este problema no sólo consiste en asumir el franco reconocimiento de riesgo sísmico y efectuar campañas que indiquen a la población qué hacer antes, durante y después de una contingencia natural. El rol preventivo de un sistema radiofónico de alarma sísmica en una megalópolis como ésta es muy débil, sobre todo si el potencial desastroso no sólo está en ese movimiento telúrico capaz de activar la alarma, sino especialmente en las condiciones de la vivienda y en la conciencia del riesgo que sus moradores puedan tener. La contradicción radica en que la conciencia que la población pueda tener queda anestesiada por las necesidades de sobrevivencia diaria, me refiero a la precaria vida que enfrentan millones de habitantes de esta ciudad.
Aunque la respuesta espontánea que la población civil es capaz de mostrar ante un sismo es invaluable, la sismicidad y la vulnerabilidad en nuestra ciudad después de los temblores de 1985 siguen intactas. La reconstrucción de la ciudad no fue estructural, con ella se reconstruyó nuevamente su vulnerabilidad. En todo caso, la diferencia de fondo entre los escenarios de 1985 y los que vemos actualmente está dada por la contradicción entre abundancia de pobreza y servicios. Además, están los nuevos edificios que el libre comercio ha levantado en bien del tiempo libre.
No obstante, este año tenemos al menos un reducto en donde la esperanza puede tornarse en una alternativa de acción: los comicios en donde los capitalinos elegiremos un gobierno metropolitano. Hecho fundamental porque la ciudad empieza a ser inhabitable y a perfilarse como un espacio inalcanzable para más sectores de la población. Es lamentable que nuestra ciudad llegue a esto, sobre todo si se piensa que la ciudad, como creación, es uno de los inventos más geniales que hombres y mujeres hayamos imaginado.