Ahora que, según altos funcionarios, las relaciones entre México y Estados Unidos se encuentran en su mejor momento, a partir de un piñón, bien valdría la pena un esfuerzo concertado de ambos gobiernos con el fin de solucionar un problema de grandes dimensiones y en el cual cada país tiene su cuota de responsabilidad: el de la contaminación del Golfo de México. Tan importante ecosistema marino sufre desde hace tiempo un creciente deterioro que afecta la riqueza pesquera y natural que allí existe; igualmente causa desajustes en aguas continentales de terceros países, como Guatemala y Cuba, hasta los cuales se extienden los daños.
En el caso de nuestro vecino y socio comercial, estudios recientes elaborados por varios grupos ambientalistas y universidades muestran cómo una parte importante del daño en el Golfo de México se debe al elevado aporte de sustancias tóxicas que allí van a parar vía las cuencas hidrológicas. El caso más impresionante es el río Mississippi, el más sucio de Norteamérica. Quinto río del mundo por el volumen de agua que arrastra, recorre 7 mil kilómetros de norte a sur, y en su trayecto recibe cada año cerca de 88 mil toneladas de los más peligrosos compuestos provenientes de la industria. Esas y otras sustancias igualmente perjudiciales también inciden negativamente en el delta que el río forma al desembocar en el mar.
La industria no es la única actividad que ha convertido al Mississippi en una cloaca: se suman los residuos de los plaguicidas y los fertilizantes utilizados en los campos de cultivo ubicados cerca de su cuenca. Según algunos cálculos, en ellos se aplican cada año más de 5 millones de toneladas de fertilizantes y más de 30 fórmulas distintas de agroquímicos que causan daño a la salud y al ambiente. Ello explica en parte la muerte de algunos peces (como el bagre) y el descenso pronunciado en los bancos de anchoa, arenque y atún aleta amarilla, lo que afecta las fuentes de trabajo de pescadores y altera los ecosistemas fluviales y costeros.
Por lo que toca a México, por lo menos 16 importantes ríos desembocan en el Golfo y ninguno reúne las características que permitan clasificarlo como ``limpio''. Por el contrario, lo mismo Las Conchas (o San Fernando) en Tamaulipas, que El Islote o Lagartos, en Yucatán, están sucios y ligados de diversa forma con las grandes fuentes contaminantes del país. Sobresalen por su enorme deterioro, las cuencas de los ríos Coatzacoalcos, Pánuco, Blanco y Grijalva-Usumacinta. Las industrias petrolera y petroquímica, la azucarera, la papelera, la de metales, la hulera, la cervecera, suman sus descargas a las de numerosas ciudades y poblados que no cuentan con ningún sistema de tratamiento de aguas negras, o si lo tienen es deficiente. Todo va a parar al Golfo, afectando el ecosistema marino y otros no menos importantes ubicados en la franja costera y que se distinguen por su riqueza biológica y como fuente de sustento para la población.
Cabe destacar cómo ambos países se hermanan por tener áreas consideradas críticas por los expertos: la cuenca de ``El Viejo'' (como lo llamara Faulkner) en su parte de Louisiana, es conocida como ``El pasillo del cáncer del Mississippi'', por la peligrosidad de sus contaminantes. Mientras, en México, el delta del Coatzacoalcos es uno de los más contaminados y deteriorados del planeta.
Notablemente por la industria petrolera y petroquímica a la que se debe lo mismo la presencia de metales pesados (desde cadmio, cromo, cobalto, manganeso, fierro, zinc y níquel, hasta cobre plomo y mercurio) que hidrocarburos aromáticos (que causan cáncer), y breas. Agréguense los residuos de peligrosos plaguicidas aplicados en campos de cultivo situados tierras adentro y que son arrastrados por los sistemas de drenaje y las corrientes de agua. Tal situación no se descubrió recientemente, como a veces informan algunos medios: está bien documentada por diversos centros de investigación, gracias a los estudios efectuados en la región los últimos 25 años.
No hay duda que devolver la salud ambiental al Golfo de México no es tarea fácil ante las décadas de incuria que han permitido su deterioro. Es una necesidad impostergable, habida cuenta los daños que se acumulan año con año y que repercuten en la población, la economía y la naturaleza en general. Pero además, porque ese deterioro es expresión clara, en ambos países, de que no siempre se cumple la legislación vigente sobre salud y ambiente. Legislación que, muchas veces, se nos dice que es ejemplar, única.