Cuando faltan sólo tres semanas para la jornada de votación, se fortalece como eje de la discusión política la eventualidad de una elección históricamente inédita de los futuros miembros de la Cámara de Diputados, que deje a este órgano sin una mayoría unipartidista. Hay quienes ponderan las ventajas democráticas de ese posible escenario, que obligaría a los partidos políticos a negociar alianzas cada vez que se sometiera a la decisión de los diputados un asunto de particular trascendencia, a fin de sumar los votos necesarios para la aprobación del respectivo proyecto. Otros, en cambio, advierten acerca de los riesgos que tal división de la voluntad decisoria en tres grandes bloques podría implicar, y con una óptica pesimista se anticipan a vaticinar la virtual paralización del poder Legislativo, con repercusiones igualmente nocivas sobre la normalidad del funcionamiento del Estado nacional.
Me atrevo a opinar que unos y otros tienen parte de razón, lo cual equivale a decir que nadie la tiene cabalmente. Habría un relativo avance democrático por cuanto el sistema gubernamental tendría que ajustarse con mayor rigor a los supuestos básicos de la división de poderes; pero esas ventajas involucran el reforzamiento de un componente antidemocrático: las prácticas de concertación cupular, en creciente menoscabo de las bases reales del sistema representativo.
De otra parte, una mayoría congresional unipartidista garantiza, en efecto, la funcionalidad interna del órgano legislativo y, por ende, la operación integral del sistema de gobierno; pero a su vez implica la necesidad de recurrir al mayoriteo cuando se presentan diferendos insuperables con las minorías y está de por medio un interés indeclinable del partido gobernante.
Obsérvese que en ambos casos el ingrediente antidemocrático es el mismo: las votaciones en bloque y por consigna, ya que las concertaciones cupulares del primer escenario las presuponen, del mismo modo que, sin el disciplinado acatamiento de los diputados que forman la mayoría, las decisiones del partido dominante en el seno de la Cámara no podrían prevalecer.
La naturaleza democrática de la Cámara de Diputados no dependerá, en el futuro inmediato, de que la mayoría sea detentada por un solo partido o por una alianza permanente o casuísticamente convenida, de dos o más de ellos. El verdadero problema estriba en la ruptura del nexo originario e inmediato de la representación política, por la acción distorsionante de los compromisos, estrategias y objetivos partidistas.
Como reminiscencia, la Constitución mantiene la norma declarativa de su artículo 51: ``La Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la Nación...''. Pero ya no hay, en la realidad de nuestro sistema político, vestigios de esa relación directa, suplantada en los hechos por una triangulación a través de la cual el diputado actúa sometido a las decisiones internas de su partido y éste responde impersonalmente frente al electorado.
Hay, por supuesto, explicaciones justificativas de esta intermediación, pero nuestras prácticas legislativas la han llevado a extremos inconsecuentes. ¿Quién puede negar que tanto los diputados del PRI, como los del PAN y del PRD, votan en bloque y bajo consigna? ¿Cómo ocultar que en esas votaciones, tanto las que aprueban como las que rechazan, suelen pesar más las conveniencias (el factor imagen) de cada partido, que los intereses sociales que habrían de beneficiarse o sufrir perjuicios?
No sólo una Cámara de Diputados, sino un Congreso de la Unión que correspondiera al ideal democrático de la representación política, sería aquel donde cada uno de sus miembros individuales recuperase la libertad de votar conforme a su conciencia, en consideración a la exposición de motivos de cada iniciativa, a los razonamientos del respectivo dictamen y a los argumentos del pro y el contra esgrimidos durante el debate. Ningún partido tendría asegurada la mayoría, pues serían la racionalidad y el interés de la Nación los que determinasen, caso por caso, los votos que conformarán una mayoría genuinamente democrática.
Infortunadamente, la consecuencia de ese ideal no depende de la voluntad del pueblo y es, por ahora, irrealizable.