Seguramente no era el camino correcto, pero para llegar a Dos Cruces no hacía falta mucha ciencia. Casi como Roma, casi todos los caminos llevaban allí. Al menos si uno ya llegó al hotel (de 30 pesos) en la última ciudad (fronteriza) de las inmediaciones. En el mapa, la frontera es un río. Cuál río ni nada, puro desierto, del más seco. Zacate y punto.
Sabían los cuatro que así era la cosa. Para entregar la llave del cuarto tuvieron que despertar al viejo de la mecedora. Y se echaron, pero a andar, cada uno atento al peso de su mochila, y al suelo para no espinarse.
Al cabo de un buen trecho, Aranda rompió el silencio:
--Un barco de mármol. Eso se construyeron los emperadores de China, ¿lo pueden creer?
Gildardo: ¿Qué? Fernando gruñó. Silvio siguió como si nada. Aranda, con voz líquida, burlona y no, prosiguió su breviario de indignación.
--Allí lo tienen, los comunistas, en el Palacio de Verano todavía. Has de cuenta un river boat de Nueva Orleans, pero con columnas y arcos y un techo recamado de piedra labrada. Dan servicio de restaurant a los turistas, meseros que han de ser chinos de San Francisco.
La larga parrafada de Aranda dejó a Fernando exhausto. Como si el esfuerzo de decirla lo hubiera hecho él. Bufa, sin cortar el paso. El calor aprieta pero Aranda es fuerte, veloz y siempre fresca, y le encanta presumirlo, afectar que todo es un paseo en el parque.
Gildardo se detiene y dice:
--Pérate. No mames. Así le hizo Somoza, nomás que él creyó que su barco iba a flotar, el muy pendejo. Luego luego se le hundió.
Gildardo toma aire. Y un largo sorbo de agua. Aranda, a su lado, no bebe. Fernando desanda, pifando, colorado, en muda protesta, y se sienta sobre una roca pegada a los cactos, se pasa el paliacate por la frente, la nuca, el cuello, entre aspavientos y sibilancias. Silvio permanece unos pasos adelante, se sienta sobre su mochila y mira hacia el atardecer en las brumosas montañas, hilera de sombras sobrepuestas se desentiende. Prosigue Gildardo:
--De concreto. Y varilla. Allí sigue, a medo hundir, en el lago, no lejos de Granada, lleno de pintas. Los lancheros lo usan para ir a coger.
En su mente inconforme, Fernando se pregunta qué tienen que ver esas bobadas de barcos de piedra, que entretiene a los otros dos en un diálogo atropellado y pretencioso acerca de la metáfora sobre el poder que encierran esos desdeños dictatoriales de la gravedad del agua. Lo único que debiera importarles es llegar a Dos Cruces antes que anochezca. Fernando conoce las limitaciones de su bote de medio cachete, prefiere no perder el tiempo, y menos hablando de cosas que nada tienen que ver; si algo lo aburre, son los intentos que hace la gente por no aburrirse. De ahí su odio al dominó.
Aranda, que se ha revelado impermeable al mal humor de Fernando, y en general a todo, reanuda la marcha y los otros la siguen. Los pensamientos se aglomeran en la febril cabeza de Fernando. ¿Dos cruces? Para cruces, este par de habladores. ¿Habrá dos cruces de madera en ese lugar a donde vamos? ¿O de piedra? A lo mejor son las tumbas de dos ajusticiados. En el mapa que carga en la mochila, Fernando marcó el sitio con dos cruces en forma de equis, con lápiz rojo. Le gustan esos breves gestos simbólicos.
Aranda, o Gildardo, rompían el silencio de vez en cuando, con alguna observación sobre las nubes que los rodeaban en esa abierta extensión interminable, y que eran en verdad monumentales. En una, Aranda vio el dichoso barco de Pekín. Dijo que era una señal. Que si primero se acordó, y luego el barco salió de las nubes, eso significaba algo. Gildardo: ¿Qué? Aranda no encontró explicación.
¿Por qué no se callarán la boca?, pensaba Fernando, ansioso por llegar, aún ignorante de la revelación que los aguardaba. Fue Silvio, siempre al frente, el que les dio la noticia. Los cuatro pensaban que en las dos cruces del sitio iba a terminar la búsqueda, y cuál. No había cruces. O mejor dicho, lo que había era dos cruces, pero de camino. Nadie dijo que iba a los Dos Cruces. Una encrucijada. Comprendieron que todavía faltaba. Por lo pronto, necesitaban decidir entre las cuatro opciones de camino, en esas dos ``tijeras'' superpuestas. Se detuvieron a dormir, bajo las estrellas. A la mañana siguiente cogieron por el rumbo que a los cuatro les pareció más conveniente. Bueno, a Fernando no tanto, se atrevía a dudar. Siempre inconforme. Ayer los barcos de la conversación. A ver ahora qué estupideces se les ocurrían para matar la monotonía. Aranda, en cambio, encantada de la vida, se dedicó a tejer una trenza de zacate que pronto comenzó a arrastrar como cola de novia, como culebra, como cola de dragón. Cruel Penélope. A los demás no se les ocurría que en los caminos inciertos hay que dejar rastro, uno nunca sabe