Guillermo Almeyra
Moderna barbarie

El caso del mexicano Irineo Tristán Montoya, que espera en Texas ser asesinado legalmente, merece, además de una firme e indignada protesta, una reflexión.

Un país que no se cansa de hablar de sus fundamentos cristianos y cuyo símbolo supremo --el dólar-- declara orgullosamente que ``confía en Dios'', comparte con Arabia Saudí y con China el triste privilegio de aplicar la pena de muerte a quienes considera delincuentes. No sólo eso, sino que se esfuerza también por batir récords en las ejecuciones, pena bárbara que ha sido eliminada por las naciones civilizadas y que, además, no tiene ningún efecto de disuasión, como lo indican las estadísticas, en ascenso, sobre los crímenes que se cometen anualmente en Estados Unidos.

Con la pena de muerte no sólo viola los derechos humanos defendidos por las diversas iglesias cristianas, sino que también pisotea los proclamados por la ONU (uno de cuyos fundadores es Estados Unidos) y la misma conciencia humana, que condena el derramamiento de sangre y la ley del Talión como expresiones de salvaje atraso.

Para colmo, Montoya, al igual que tantos mexicanos y latinos condenados a diversas penas en un país que dice ser democrático, careció en su proceso de garantías elementales: no le dejaron ponerse en contacto con su consulado, le interrogaron en un idioma para él entonces desconocido, le hicieron firmar una confesión redactada en una lengua que no comprendía, no le permitieron tener una asesoría legal de confianza. Por lo tanto, su defensa y la protesta contra la injusta condena a muerte que se le quiere aplicar el próximo 18 de junio va mucho más allá del pedido humanitario por un conciudadano (que, dicho sea de paso, debería haber sido defendido mucho más enérgicamente y mucho antes por las autoridades mexicanas).

Este dramático caso plantea, esencialmente, la persistencia de la moderna barbarie, de la salvaje violencia estatal como respuesta a la cuestión social, de la horrenda respuesta del ``ojo por ojo'' impropia de nuestra civilización y, al mismo tiempo, la terrible desigualdad ante la ley de quienes, por razones étnicas, culturales, sociales, son utilizados como carne de matadero, para escarmiento.

El racismo claro, reflejado en el reconocimiento oficial de que por años se utilizaron negros pobres como cobayos, para ver los efectos destructivos de la sífilis, está acompañado por el racismo implícito presente en la concepción de que los delincuentes, por definición, son latinos o negros y que, por lo tanto, éstos y aquéllos deben llenar las prisiones y ser ejecutados sin piedad ni descanso, para desalentar así a los criminales en potencia y, además, no deben merecer las protecciones legales que la democracia estadunidense exige en el caso de los WASP (o en el de los negros ricos y famosos).

El gobernador de Texas es hijo de un presidente al cual no le tembló la mano en el momento de financiar con la venta de droga en California (en los barrios pobres, por supuesto), la actividad criminal de asesinos a sueldo durante la larga guerra civil fomentada en Nicaragua, violando la legislación internacional y las propias leyes de Estados Unidos. Es una autoridad de un país que reconoce haber complotado para organizar el asesinato de presidentes y dirigentes de diversas naciones con las cuales no había estado de guerra, y haber organizado y enseñado torturas, envenenamientos, asesinatos durante décadas. Es, además, socio de gente que, en la Argentina, está acusada de crímenes y ha sido denunciada por su relación con el lavado de dinero proveniente de la droga. Su negativa a concederle la gracia a Montoya ofende a todos por su cinismo ya que, para él, evidentemente criminal sería sólo un asaltante que acaso mata a su víctima y no quien organiza la matanza o la desgracia de millones de personas. El peso de la ley, según este hombre recto, debe caer sólo sobre quienes están bajo el plato donde se pesa la desigualdad social.

Mientras impere el crimen de Estado, como en el fascismo, la violencia no sólo será cotidiana sino que también estará legalizada a los ojos de todos. Con sus asesinatos legales, Estados Unidos fomenta el crimen y estimula también la violencia y la violación de las leyes de Dios (para aquéllos que en él realmente creen) y de los hombres (para quienes creen en una humanidad que merezca ese nombre al no actuar como lo hacen sólo algunas de las bestias feroces).