La Jornada Semanal, 15 de junio de 1997
Cuando él era más joven y yo también, conocí a Allen Ginsberg, un muchacho que vivía en Paterson, New Jersey, donde nació y creció, hijo de un reconocido poeta. Era menudo y parecía afectado mentalmente por la vida con la que se había encontrado en Nueva York durante los primeros años de la posguerra. Estaba siempre a punto de ``irse lejos'', sin importar dónde; su situación me inquietaba y nunca pensé que viviera lo suficiente para crecer y escribir un libro de poemas. Su habilidad para sobrevivir, viajar y seguir escribiendo me sorprende. Que haya desarrollado y perfeccionado su arte no deja de parecerme extraordinario.
Y ahora reaparece, quince o veinte años más tarde, con un poema impresionante. Ginsberg ha estado, literalmente, en el infierno. En el camino conoció a un hombre llamado Carl Solomon, con quien compartía, entre los dientes y el excremento de esta vida, algo que no puede describirse sino con las palabras que Ginsberg ha usado. Es un aullido de derrota. No una derrota total, porque él la ha vivido como si fuera una experiencia ordinaria, trivial. Todos en esta vida sufrimos derrotas, pero un hombre, si es de verdad un hombre, jamás es derrotado.
Es el poeta Allen Ginsberg quien ha vivido en cuerpo propio las espeluznantes experiencias descritas en estas páginas. Y lo maravilloso no es que haya sobrevivido, sino que haya podido encontrar, en esos abismos, a alguien a quien amar, un amor que celebra en estos poemas sin soslayo. A pesar de lo que se diga, no obstante todas las experiencias degradantes que la vida pueda ofrecer al hombre, el espíritu del amor sobrevive para ennoblecer nuestras vidas si tenemos ingenio, coraje y fe -¡y arte!- para persistir.
Es la creencia en el arte de la poesía la que ha marchado de la mano con este hombre hacia su Gólgota, desde ese osario similar en todo sentido al de los judíos en la pasada guerra, sólo que éste se encuentra en nuestro propio país, en nuestros sitios más íntimos y mejor conocidos. Estamos ciegos y vivimos en la ceguera nuestras vidas ciegas. Los poetas están malditos pero no están ciegos. Ellos ven con los ojos de los ángeles. Este poeta ve a través y alrededor de los horrores que comparte con nosotros en cada íntimo detalle de este poema. Ginsberg no evita nada, antes lo vive todo hasta las últimas consecuencias. Lo contiene. Lo proclama suyo y, creemos, se ríe de ello, y aún tiene el tiempo y el valor para amar a ese alguien de su elección y documentar ese amor en un poema bien hecho. Agárrense las faldas, señoras y señores, que vamos a visitar el infierno.
Prólogo para Aullido y otros poemas
de Allen Ginsberg
Traducción: Ernesto Priego