La Jornada Semanal, 15 de junio de 1997



TANGER, LA MITICA

Tahar Ben Jelloun

ENCUENTRO CON ALLEN GINSBERG

En 1994, Allen Ginsberg realizó, sin saberlo, su último viaje a la mítica ciudad de Tánger para reunirse con su amigo, el escritor norteamericano Paul Bowles. En esa ciudad había estado en 1957 con Burroughs y Kerouac en jornadas verdaderamente maratónicas. El escritor marroquí Tahar Ben Jelloun utiliza la crónica de ese viaje para recordar los códigos vitales de toda la generación beat.



Qué tiene Tánger, ciudad mítica sin mito, descontando los fantasmas de algunos artistas en busca de un exotismo que continúa atrayendo a escritores, pintores, diplomáticos retirados y algunos viajeros solitarios? La gente de Tánger se lo pregunta. No entiendo este interés en una ciudad desfigurada por una urbanización anárquica, sometida a imperativos inconfesables, una ciudad cada vez más abandonada a sí misma, sucia y, además, poco solicitada por las compañías aéreas.

Tánger tiene sus fieles, más allá de su condición. Los que llegan con el verano son más numerosos que los que arriban en el invierno. Probablemente, son estos últimos quienes la aman más. El poeta americano Allen Ginsberg ha elegido el invierno de 1994 para evocar las huellas de un pasado hecho de serena alegría, de escritura espontánea y de fiestas entre hombres. Recuerda que él y sus amigos fumaban hashish, kif y otras yerbas, mientras hacían el amor con Paco, Ahmed, Jack, William, Peter y otros cuyos nombres han sido olvidados porque no eran ni poetas ni rebeldes, sólo jóvenes desocupados a los que no les daba asco ir a la cama con extranjeros a cambio de un poco de dinero y de amistad.

Allen Ginsberg ha envejecido y adelgazado. Ha perdido el cabello pero ha conservado la malicia en los ojos. A sus 68 años, conserva la calma y una gran disponibilidad. Habla buscando las palabras precisas en francés y a veces en español. Este viaje a Tánger tiene algo especial. Claro: paseó por la ciudad vieja, se detuvo delante del Café Central du Socco Chico, constató que es más pequeño de lo que recordaba, que el café de enfrente se convirtió en un bazar de artesanías, que la gente no ha cambiado mucho, excepto por el hecho de que algunos jóvenes son muy aburridos y parecen abejas en panal cuando ven a un extranjero, y si éste se mantiene firme en su propósito de pasear solo, en el peor de los casos lo provocan con amenazas. Ha vuelto a ver estos lugares a los que llegó en 1957 para encontrar a su gran amigo William Burroughs, a quien conoció en 1954. Burroughs vino a Tánger porque ``podía fumar con tranquilidad todo tipo de yerbas, encontrar muchachos de todas las nacionalidades, hacerlos sus amantes y escribir en libertad''. Jack Kerouac también había venido a encontrarse con William. Formaban un grupo de poetas que se rebelaban contra América, considerada por Ginsberg ``uno de los principales Judas del mundo contemporáneo''. Era un grupo sediento de libertades. Su escritura no pretendía ser otra cosa que la expresión de una independencia total: no una lucha ni una definición sino, como declaró Ginsberg, una proyección de su propio dolor, de su íntimoÊsufrimiento. Ginsberg escribió en Kaddish una letanía sobre Naomi, su madre, brutalmente enloquecida, primero por el exilio y después por la psiquiatría: ``Una mano rígida/ pesadez de los cuarenta y menopausia mermadas por una lesión al corazón, ahora defectuoso/ arrugas/ una cicatriz en la cabeza, la lobotomía, ruinas,/ la mano colgando hacia la muerte.''

Allen Ginsberg ha venido a Tánger a pasar algunos momentos con un viejo amigo, enfermo pero absolutamente lúcido. Se trata de Paul Bowles, que a sus 84 años vive solo en un departamento donde aún escribe y compone música. Para Ginsberg tal vez sea esta la última oportunidad de verlo. Ha pasado horas y horas conversando con él. Sabe, sin confesarlo, que este es el viaje de los adioses. Me dice: ``Lo quiero mucho; él, como Burroughs, tiene una gran fortaleza; pero me ha parecido un poco paranoico: ¿tendrá miedo de algo?, ¿existe alguna censura contra sus libros?'' No sólo no existe ninguna censura contra él, sino que vive tranquilamente en un país que jamás le ha dado molestia alguna. Allen Ginsberg hace notar que tanto él como Bowles viven la ilimitada nostalgia de la Tánger de los años cincuenta. Recuerda la época en la que esta ciudad era un oasis de paz para una generación de poetas que América, aun enferma de macartismo, despreciaba, acusándolos de producir ``mal gusto, incoherencia e insultos''.

Afirma: ``míticamente, soy un tangerino''. La primera vez que vino a Tánger se quedó cuatro meses; después regresó en 1961, por algunas semanas. ¿Y qué hacías?, le pregunto. ``Fumábamos, vivíamos, hacíamos el amor entre hombres y éramos felices.'' Cuando se le habla de la generación beat, comenta: ``es un mito inventado por el Time''. El número del 9 de junio de 1958, esta revista presentaba a Ginsberg como ``el cabecilla reconocido de un grupo de excéntricos que celebran el alcohol, la droga, el sexo y la desesperación''.

¿Qué ha quedado de aquella imagen? Hombres apacibles, poetas que dan recitales acompañados por músicos de jazz, gente que al final ha descubierto su camino en el budismo zen. Hace 22 años, Allen Ginsberg se encontró a sí mismo en esta ``religión sin Dios'' y celebró el fin de la dicotomía carne-espíritu. La poesía lo guió hacia la meditación. Un poco antes, durante un viaje a la India con Peter Orlovsky, en 1962, halló el camino para salir definitivamente de lo que él mismo ha llamado ``la teopolítica de las tres religiones monoteístas'', ¡lo que no le ha impedido definirse como ``un hebreo budista''!

En 1993, en Nueva York, se entrevistó con Salman Rushdie. Le preguntó cuál era su método para ``meditar en soledad''. Rusdhie no tenía ningún método. Entonces Ginsberg le dio algunos consejos para aprender a sustraerse del peso del aislamiento. Mientras conversábamos en un rincón del bar del hotel El Minzah, un hombre borracho confundió a Ginsberg con Rushdie. Le dijo que muy pronto Irán retiraría la condena a muerte que pesaba en su contra (la fatwa), gracias a la consolidación de las relaciones entre Marruecos e Irán. En efecto, hay un cierto parecido entre los dos escritores. Ginsberg rectifica: ``No tenemos la misma forma de boca; la de Salman es más ancha.'' Para Ginsberg el integralismo de todas las religiones le echó el ``mal de ojo'' al mundo: ``Ha reforzado el sufrimiento de los pueblos, y el Occidente es cómplice de todo esto.'' Después, da su definición de integralismo: ``Una forma de egoísmo inconmensurable, una pretensión que consiste en ocupar el sitio de Dios, una estallido desmesurado de agresividad y de cólera que puede desembocar en la locura.''

Según él, Tánger no ha cambiado: ``Simplemente se ha vuelto más pequeña y más sucia. Sin embargo, la gente es siempre la misma. Hay menos extranjeros que antes.'' Fue a visitar el Mouniria, el hotelito en el que se alojó hace treinta y tres años. Vio su cuarto. Nada ha cambiado. El tiempo se paró en aquel lugar donde el recuerdo jamás se aburre. Las lágrimas asomaron en sus ojos. Después fue a la medina y se compró una hermosa jallabah de lana. De Marruecos conoce solamente el norte y la ciudad de Marrakesh. Promete regresar, tal vez el año próximo, para visitar Fez y Meknes.

En el bar suena el teléfono: lo buscan desde Nueva York. Después de la llamada, regresa un poco triste: ``Me han comunicado que murió mi tío... tenía 82 años.'' Después, habla de nuevo sobre Bowles: ``Leo uno de sus libros y pienso en Burroughs, que se ha vuelto un gran pintor. Le compré unos cuadros. ¡Es extraño, los poetas que tomaban alcohol mueren jóvenes, y los que `fumaban' viven mucho tiempo!'' Cita a Jack Kerouac, que sólo sentía respeto por los locos, ``aquellos que tienen la demencia de vivir, que quieren gozar todo en un solo instante''.

¿Fuma todavía? Sólo hashish, y a veces toma una nueva droga, extasy, que produce un sentimiento de empatía, la facultad de ponerse en el lugar de otro y de sentir lo que siente. ``Me desnudo y me tomo fotografías en el espejo, después las expongo.'' Sigue creyendo, como escribió Christine Tysh, que ``la desnudez no es solamente refugio personal contra las agresiones de los ignorantes, sino también un arma política y moral''.

La Tánger de fines de los cincuenta fue un punto de encuentro para artistas y escritores que tenían en común ser marginados en su país, rebeldes, inconformes y, a veces, homosexuales. Era una ciudad cosmopolita; apenas había renunciado a su calidad de ciudad internacional (1957), pero aún conservaba las costumbres de la época, venturosa para algunos y sombría para otros, en la que se consolidaron sus leyendas. En Tánger existe un misterio. Y es esto, más que cualquier otra cosa, lo que atrae a los poetas que la frecuentan. Hoy Allen Ginsberg describe ese misterio como un interés absoluto por lo exótico, que volvía fácil cada cosa: la vida, el amor, la creación. En la Tánger de 1993, ha visto sólo las huellas de aquellos tiempos un poco sobrestimados, un poco reconstruidos por el recuerdo y por la necesidad de nostalgia. Tal vez no se ha percatado de que Tánger creció y también se volvió más fea. Ha vuelto a mirarla desde el pasado, un pasado que tiene más de treinta años, y ha visitado los mismos lugares. Se acuerda de Francis Bacon, de Tennessee Williams, de Gregory Corso (que dejó bellísimas páginas sobre Tánger en Longlive Man), de Peter Orlovsky (que escribió aquí un hermoso texto, Clean Asshole Poems and Smiling Vegetable Songs, publicado por City Lights en 1978), recuerda a Brian Gysin, poeta y pintor surrealista que vivió en Tánger hasta su muerte, al poeta italiano Porta, a Jean Genet...

Le digo que a Genet no le gustaba Tánger, que la comparaba con Saint Tropez. Me dice que no le sorprende. Después le informo que está sepultado en Larache, 80 kilómetros al sur de Tánger. Se muestra incrédulo y me cuenta una anécdota: ``Conocí a Genet en Chicago, en 1968. Tratamos de hacer el amor. Yo no sentía deseos. Genet me mete la mano entre los pantalones y después dice: `¡Está aguado!', se levanta y se va dando un portazo. Desde entonces no volví a verlo.'' Allen Ginsberg narra toda esta historia con el mismo tono: simple, llano, sin énfasis. ƒl ama a los poetas, vengan del país que vengan. De Francia le interesan Yves Bonnefoy, Henri Michaux y Joyce Mansour, su antigua amiga. Le gusta leer poesía en los encuentros con grandes poetas como Milosz, Paz, Darwish, Adonis. Me pide que le diga el nombre de algún poeta marroquí. Le hablo de Mohammed Krair Eddine y del argelino Kateb Yacine.

Salimos a la calle, damos una vuelta. Está feliz de caminar entre la gente de Tánger. Vuelve a pensar en su tío y decide pasar la velada con Paul Bowles. Antes de despedirnos, me dice: ``El acuerdo entre palestinos e israelitas es muy importante. Pero, de todas formas, el planeta estará perdido en menos de cien años. Se hace de todo para lograrlo. En Occidente hay una demagogia y una crueldad muy destructivas.'' Recuerdo los versos de un poema: ``La oreja de Van Gogh en los mostradores/ basta con la propaganda para los monstruos/ y los poetas no deberían quedarse al margen de la política, de lo contrario/ se volverán monstruos;/ yo con la política me volví monstruoso.''

Allen Ginsberg se aleja y va a mezclarse con la muchedumbre del Socco Chico. Camina lentamente, observa todo, pone atención a los ruidos y a los colores. Levanta la mirada hacia el cielo. Una luz dulce y breve atraviesa Tánger en esta tarde sin lluvia.

La Repubblica, 7 de enero de 1994

Traducción: Irma Alcalá de Lira