La Jornada Semanal, 15 de junio de 1997


TAHURES

Javier Marías

Adelantamos un texto de Mano de sombra, el más reciente libro de Javier Marías, que pronto circulará en México. Con elegancia y pasión por su oficio, el autor de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí enfrenta un tema insoslayable: la prisa que suele acometer a los jóvenes autores, al tiempo que desdramatiza el papel de los escritores en nuestras sociedades.



Hace unos meses se celebró un congreso de jóvenes escritores que fui invitado a inaugurar con una charla. Por lo que pude observar y por lo que me transmitieron los medios de comunicación, la mayor preocupación de esos jóvenes no era la literatura ni cómo hacerla mejor, sino la publicación de lo que escribían: cómo lograrlo, qué había que hacer, cómo darse a conocer. Escuché expresiones como ``Es muy difícil entrar en el circuito'', parecía que hablaran del restringido mundo de la Fórmula 1. Tras ese interés tan pragmático me di cuenta de que latía una presuntuosa y extravagante idea: que lo que ellos escribían era sin duda bueno y merecía ir a la imprenta. No había asomo de duda ni de inseguridad al respecto, eso lo daban por descontado en su mayoría, el único problema era que las cosas no estaban fáciles, que la sociedad es injusta, que era arduo ``colocarse'' (otra expresión oída). Yo no sé en qué medida esos jóvenes habían asistido a los llamados talleres o escuelas de letras o de escritura, hasta qué punto habían cursado algo parecido a lecciones o clases, que, como se sabe, proliferan últimamente en imitación de los norteamericanos. Daba la impresión, sin embargo, de que tal vez en eso estaba el origen de su actitud: al haber realizado sus ``estudios'' y hecho sus ``prácticas'', se consideraban facultados para ejercer una profesión, de manera no muy distinta de como quien ha concluido la carrera de Medicina o Derecho y se considera listo para trabajar en ello y se queja de la falta de oportunidades y empleo. Más que escribir, querían ser ya ``escritores''.

La confusión no es en el fondo demasiado inexplicable, dado que también sus mayores se asocian y piden ``seguridades'' para los escritores que viven en la indigencia o no acaban de ganarse el sustento. Hace ya bastantes años, el Estado prestó ayuda económica al poeta Gabriel Celaya (también a otros autores, pero su caso fue el más aireado y el que más escandalizó a la prensa). Pocas veces he sentido mayor vergüenza, no por el hecho en sí, sino por la clase de argumentos que se aducían para reclamar esa ayuda. Es muy penoso que un escritor llegue a la vejez en apuros y está bien que se le eche una mano, pero siempre y cuando se hiciera lo mismo con cualquier otro anciano en situación parecida, sea cual sea su profesión. O aún es más: hay mucha gente que no ha podido ser en la vida más que lo que ha sido, que en modo alguno ha podido elegir, es muy probable que un albañil o un basurero no tuvieran más opción que ser lo que fueron. Un escritor, en cambio, lo es siempre por elección. Nadie le obliga a ello, decide voluntariamente, opta por un tipo de vida arriesgada en la que puede fracasar o triunfar, en la que nada le está garantizado, ni siquiera la publicación de sus textos, menos que nada su talento, o la perduración de éste. A cambio no tiene patrón ni horarios, o sólo los que se impone, y nadie le dice lo que debe escribir (o él no debería escucharlo). No es un trabajador por cuenta ajena y por tanto no debe aspirar a nada semejante a un empleo seguro, ni a pensiones (porque nadie lo jubila de su actividad), ni a seguridades sociales.

Todo esto parece haberse olvidado en esta sociedad exigente, quejumbrosa y amedrentada. Parece como si nadie estuviera dispuesto a correr riesgos, o aún peor, como si quien los corre y pierde se creyera con derecho a que alguien (el Estado) le saque luego las castañas del fuego. Quizás estoy tirando piedras contra mi propio tejado, pero un escritor no es mejor que ningún otro ciudadano por el mero hecho de escribir. Algunos quedarán como benefactores, en la medida en que sus libros conmovedores o inteligentes sirvan a las generaciones venideras, que los seguirán leyendo. Pero no sabemos quiénes serán, ignoramos quiénes permanecerán vigentes y vivos después de muertos. Mientras tanto, hay también escritores pésimos que deberían dedicarse a otra cosa, los hay ruines y los hay ofensivos.

La suerte, aún hoy, sigue siendo variable para todos: el negocio próspero puede quebrar, el médico perder sus pacientes, cualquiera su empleo, el escritor sus lectores. Así ha sido siempre y así será, por muchos cursos que se reciban. Nadie tiene ``derecho'' a que le publiquen, nadie tiene ``derecho'' a que se lo ampare si tuvo mala fortuna o no fue precavido o gastó su dinero. Quizá, si me apuran, el escritor menos que nadie. Lejos de considerar su actividad sagrada, como tienden a hacer la mayoría de quienes la ejercen, hay que verla cercana a la del jugador profesional, el tahúr, el apostador impenitente que ha decidido vivir como le gusta y asume sus riesgos. Ya lo dijo Cervantes: ``Paciencia y barajar.'' Y también dijo: ``Tú mismo te has forjado tu ventura.'' Que el azar la reparta y nadie se queje.