La Jornada Semanal, 15 de junio de 1997
Fernanda Solórzano, joven periodista y editora, es, entre otras cosas, columnista de crítica cinematográfica en Sábado de Unomásuno. En este ensayo, Solórzano analiza los resortes secretos de la estética de Abel Ferrara, polémico y transgresor cineasta neoyorquino, quien ha obtenido de su origen italiano y su formación católica el bagaje para la sublimación de la violencia. La mayoría de sus películas no han sido estrenadas en nuestro país, y sólo son asequibles en videoclubs.
Uno o dos asesinos en serie, un líder del narcotráfico neoyorquino y hasta un clan de vampiros urbanos, son personajes casi arquetípicos de la industria fílmica hollywoodense. Identificados con el cine de géneros, cada nueva variante es apenas distinta de todas las versiones que de ellos se han hecho en el cine de horror, de ciencia ficción, en el cine negro o en thrillers policiacos. Algo sucede, sin embargo, cuando éstos dejan de ser parte de una convención genérica y dan signos de poseer una psicología muy particular, y cuando incluso el contexto que los rodea determina su comportamiento y detona en ellos reacciones complejas. También algo sucede cuando, vistos en conjunto, parecen formar parte de una figura mayor y comparten entre sí rasgos en común: modos de existir tan semejantes que sólo pueden entenderse como artistas de una misma obsesión. Sucede, entonces, que estamos ante un cine de autor que no siempre es recibido como tal: éste es el caso, entre otros, de la obra de Abel Ferrara, un cineasta que a partir de producciones independientes y de bajo presupuesto, es autor de una filmografía sólida y coherente, que gira alrededor de constantes perturbadoras. Una de ellas, la más evidente, es la que define a sus personajes, ostentadores de un nihilismo que lo es sólo en apariencia, y que se debilita ante un contexto repleto de vueltas de tuerca. Vueltas que, a su vez, desafían las convenciones del cine de géneros.
El cine de Ferrara casi siempre ha sido tachado de profano, violento y crudo. Lo interesante y paradójico de su caso consiste en la posibilidad de realizar una lectura inversa de los temas que maneja; una en la que el director señala a la culpa y al castigo como fases ineludibles en todo proceso de purificación. Entonces, Ferrara se revela como un cineasta profundamente católico, que concibe la redención como un túnel vertical, torcido y accidentado, por el cual -primero- hay que descender. El contexto de sus historias se ubica en escenarios que le permiten justificar el deterioro de sus personajes. La mayoría se desarrolla en Nueva York, quintaesencia de la urbe corrompida y, además, la ciudad natal del director. De ascendencia italoamericana, Ferrara nació en 1952, en el Bronx, y vivió la mayor parte de su adolescencia en Peekskill. Ahí conoce a Nicholas St. John -quien a la larga se convertiría en su guionista de cabecera- y a John McIntyre, su futuro ingeniero de sonido. En esta época, se dedicaron a filmar películas en Super 8. Después, a mediados de los setenta, se reunieron y fundaron ``Navaron Films''. En 1979, dieron a conocer su primer trabajo relevante: El asesino del taladro (Driller Killer), dirigida por Ferrara y protagonizada por él mismo bajo el seudónimo de Jimmy Laine, que narra la historia de un psicópata y las circunstancias que lo llevan a convertirse en el asesino titular. A partir de entonces, Ferrara continuó realizando producciones de bajo presupuesto y haciendo hincapié en ciertas constantes temáticas. Su película siguiente, El ángel de la venganza (Ms. 45, 1981), es la historia de una mujer que aparenta ser muda y que, tras ser violada, se dedica a exterminar a todos los hombres que la asedian o asediaron alguna vez; con esta película, Ferrara confirmó su estatus como cineasta de culto. Siguieron Nueva York, ciudad del terror (Fear City, 1984), Sangre en el Barrio Chino (China Girl, 1987) y Cat Chaser (1989); no es sino hasta fines de los ochenta que el director se involucra en producciones más costosas, sin que esto haya significado un abandono de sus constantes y preocupaciones. Este es el caso de El verdugo de Nueva York (King of New York, 1990), con la cual Ferrara se convierte en objeto de un reconocimiento mucho más amplio. Protagonizada por Christopher Walken, la película describe los nexos y mecanismos de la mafia neoyorquina, encarnados en la figura de Frank White, un líder del narcotráfico que ``limpia'' la ciudad de cualquier rival que amenace su posición. Su siguiente trabajo es, quizás, el más controvertido: Corrupción judicial (Bad Lieutenant, 1992), co-escrita con Zoe Lund -protagonista de El ángel de la venganza- e interpretada por Harvey Keitel, narra la historia de un policía neoyorquino y su lucha contra su propia descomposición espiritual. Después, siguió Juego violento (Dangerous Game, 1993), también protagonizada por Keitel, una visión autocrítica de su posición como cineasta y un juego de pérdida de límites entre ficción y realidad. En años recientes, ha dirigido Secuestradores de cuerpos (Body Snatchers, 1994), tercera versión del clásico de ciencia ficción (la primera dirigida por Don Siegel en 1956 y la segunda por Philip Kaufman en 1978), The Addiction (1995), una historia de vampiros con un discurso filosófico, The Funeral (1996) y, ya en 1997, The Blackout (recién estrenada en el pasado Festival de Cannes).
La primera y más obvia conclusión, es que en todas las películas de Ferrara la violencia es el hilo conductor. Este hecho lo convierte en el blanco de los ataques de un público indignado, que lo califica de provocador y abandona las salas en donde se proyectan sus películas. En todo caso, la violencia física representada en la pantalla apenas se compara con la violencia interna mucho más intensa que moviliza a sus personajes. Su obra remite a una espiral descendente, figura metafórica de la autodestrucción, en la que cada curva de la espiral equivale a un nivel más profundo de corrupción humana y, por lo tanto, a un obstáculo mayor para volver al punto de partida (moral, ético o psicológico, da igual: llega un momento en el que todos son el mismo).
La ambigüedad de límites entre psicosis y lucidez, la violencia extrema y su ética inherente y, sobre todo, la necesidad de una agonía espiritual como única vía de redención, son apenas unas cuantas lecturas por realizar a partir de personajes que descienden una ruta invadida por todas las manifestaciones imaginables de la degradación humana. Portadores y ejecutantes de las obsesiones del director -y, por lo tanto, probables alter egos-, son todos buscadores de un fin que a veces se encuentra, otras no. En todo caso, el medio para conseguirlo es el mismo y, según su creador, vale la pena ejercerlo hasta el límite.
La presencia de estos temas no es evidente, y sin embargo, permea la anécdota de modo tal que cada una de sus películas deja de parecerse a cualquier otra que comparta con ella algunos elementos. El asesino del taladro o El ángel de la venganza, por ejemplo, podrían catalogarse como slasher movies (el protagonista es un asesino en serie psicópata) y, aún así, rompen con las convenciones de este género. Una de las grandes diferencias está dada por las particularidades de las víctimas del personaje central. En el caso de El asesino del taladro, las víctimas y el criminal no son fuerzas opuestas que representen una noción absoluta del Bien y el Mal, como dicta la receta. El protagonista, en cambio, es un ser lúcido y sensible -un pintor, rasgo que le permite a Ferrara hacer una crítica sutil de la bohemia neoyorquina de su momento-, mientras que todos aquellos que mueren taladrados por él son presentados como individuos inestables y marginados. El asesino, entonces, termina siendo la figura de identificación más cercana para el espectador, quien además busca fundamentar los motivos de la psicosis y, más de una vez, termina por aprobarlos. En El ángel de la venganza, esto es todavía más radical: el psicópata asesino es una mujer recién violada, que elimina uno por uno a los hombres que la asedian y a quienes considera amenazantes (no se trata tampoco de una visión feminista y que justifique la matanza, hay elementos de psicosis que terminan por destruir a la propia asesina). En ambos casos, Ferrara desafía las expectativas de un público siempre condicionado a juzgar y a condenar moralmente al protagonista, en espera de un restablecimiento del Bien amenazado. Los personajes de Ferrara, en cambio, justifican su existencia más allá de sus acciones. Sometidos a un infierno cotidiano (el único que existe, parece afirmar el director), no hacen sino actuar en consecuencia y, en el mundo de Ferrara, ``actuar en consecuencia'' significa ejercer los siete pecados capitales con fervor -si se vale- religioso. A fin de cuentas, la función del pecado se invierte, y el descenso moral termina siendo la única posibilidad de salvación.
Filmografía de Abel Ferrara | ||
The Blackout | 1997 | |
The Funeral | 1996 | |
The Addiction | 1995 | |
Body Snatchers | 1994 | |
Dangerous Game | 1993 | |
Bad Lieutenant | 1992 | |
Cat Chaser | 1990 | |
King of New York | 1990 | |
China Girl | 1987 | |
Crime Story | 1986 | |
Gladiator | 1986 | |
Fear City | 1985 | |
Ms. 45 | 1981 | |
Driller Killer | 1976 |
Los antihéroes protagonistas de El verdugo de Nueva York y Corrupción judicial poseen una ética más sólida que la de muchos de sus antagonistas, los ``limpios'' por convención. En la primera, el líder narcotraficante Frank White asume el deber casi moral de eliminar a sus rivales, quienes -según él- son una amenaza social mucho mayor que la de su persona. Este acto contiene implícita una noción de justicia difícil de aceptar para la ley establecida: para Ferrara, las verdaderas víctimas no son las que mueren acribilladas (o taladradas, da lo mismo) en manos de un delincuente o un psicópata, sino los delincuentes o psicópatas que se ven obligados, por una exigencia personal, a matar a unos cuantos. Algo parecido le sucede al policía protagonista de Corrupción judicial: cuando parece haber llegado a un punto irreversible de degradación, y llevado hasta el límite su relación con las drogas, la corrupción y la violencia, encara un conflicto religioso que detona los complejos mecanismos de la culpa. En una escena (que en manos de otro cineasta pudo haber sido patéticamente ilustrativa), el policía confronta la figura de Jesucristo, el redentor por excelencia, y entonces emprende su propio camino hacia el perdón. El hecho de que no se trate de un enfrentamiento religioso ``real'', sino de un producto del delirio del personaje, tiene un peso significativo: el exorcismo es siempre autoinducido, y ni siquiera Cristo -mucho menos las instituciones- son capaces de reformar al que no haya descendido primero a la región más pestilente de sí mismo. La espiral descendente es camino de uno solo, y sólo uno mismo conoce el camino de regreso.
En Juego peligroso -un ejercicio de esquizofrenia autoral-, las diferentes aristas de este mismo proceso están encarnadas en cada uno de los personajes. Más allá de ser una nueva versión del juego de espejos -el cine dentro del cine-, la película es casi una puesta en escena alegórica de los símbolos que Ferrara había manejado en sus películas anteriores. La historia se centra alrededor de Eddie Israel, un director de cine que filma una película acerca de una pareja en crisis. (Algunos guiños identifican a Eddie con el mismo Ferrara, como la utilización de las pizarras de la película real dentro de la ficticia, y el cast de su esposa Nancy Ferrara como cónyuge de Eddie Israel.) A su vez, los miembros de la pareja ficticia parecen ser una disociación de la personalidad de Eddie: él (James Russo) encarna la psicosis en potencia y la experiencia de la vida en el límite; ella (Madonna, en su único desempeño actoral hasta entonces rescatable), el intento de redención ante las mismas experiencias.
De sus producciones más recientes (ni para cuando pronosticar su estreno en México), The Addiction es la más ilustrativa de la misma idea. Kathleen (Lili Taylor), la protagonista, es una estudiante de filosofía que ingresa a un círculo de vampiros cultos y sofisticados. El tema, por supuesto, es una metáfora un tanto explícita para referirse a todo tipo de adicción (de hecho, Kathleen llega a inyectarse la sangre de sus víctimas, a las que primero narcotizó con heroína). Es a partir de su ``descenso'' y su cada vez más incontrolable deseo de sangre que la protagonista llega a comprender la esencia humana, y encuentra el sentido verdadero de las teorías filosóficas que dentro del salón de clase le parecían inescrutables. El hombre, parece finalmente concluir, se inclina hacia el Mal porque éste es inherente a su condición; ``la naturaleza de las adicciones -dice Kathleen- es ambigua: éstas satisfacen el ansia generada por el Mal, pero, a la vez, alteran nuestra percepción para ayudarnos a olvidar qué tan malos somos en realidad''. Ferrara, incluso, se encarga de filmar una secuencia orientada nada más que a ilustrar la salvación -absolutamente católica- de quien primero confrontó el lado oscuro de sus impulsos (qué lado más oscuro que las metáforas del vampirismo).
En el cine de Ferrara, la sensación de descenso es también percibida por el espectador a partir de un ambiente a cada momento más sórdido y claustrofóbico, producto de una construcción formal bien identificada con el director. Desde sus primeras cintas hasta la última, el trabajo visual de Ken Kelsch se traduce en una estética tan irritante y agresiva como el ruido abrumador del taladro de Jimmy Laine, o tan oscura y expresionista como el ambiente que todo vampiro (y adicto) generaría a su alrededor. La incomodidad o el desagrado que provocan sus películas no es nada gratuito; Ferrara induce en su público el vértigo y el deseo de caer gracias al uso atinado de recursos formales, como el guión concéntrico de Juego peligroso, o la construcción laberíntica de Corrupción judicial.
Cuando en casos como el de Ferrara, el exorcismo se traduce en creación, de inmediato se establece un puente con la conciencia (o inconsciencia) del espectador: la descarga del autor se metaboliza como catarsis en quien la consume. Es decir, se invierte el proceso: el creador expulsa demonios que son bien recibidos por los otros que dormían en el interior de su público, interactúan con ellos y los ponen en movimiento. De ahí el rechazo y la imposibilidad de mantener una postura indiferente ante una obra sórdida, punzante y, para muchos, insoportable. Mientras tanto, su autor permanece sordo a los lloriqueos de un público reblandecido por un mainstream cada vez más soso y complaciente.