William Blake
(Situación o Percepción Primaria)
La primera idea es la mejor idea.
Chgyam Trungpa Rinpoche
Dale a tus pensamientos un trato amistoso.
Chgyam Trungpa Rinpoche
Una percepción debe llevar inmediata y directamente a otra.
Charles Olson
¡Sorprende a tu mente!
Allen Ginsberg
En el viejo lago brinca una rana, ¡Kerplunk!
Basho
¿ Me contradigo?
Walt Whitman
¿Qué cualidades se requieren para formar a un hombre extraordinario, especialmente a un escritor?... Cualidades negativas, es decir, aquellas por las que un hombre es capaz de permanecer en la incertidumbre, el misterio, la duda, sin aspirar, impaciente, a descifrar las razones, los hechos.
John Keats
Fíjate en lo que te fijas.
A.G.
Sorpréndete pensando.
A.G.
La vivacidad es autoselectiva.
A.G.
Borrones del Tiempo.
William Wordsworth
Cada uno en su cama conversaba consigo mismo, sin articular sonido.
Charles Reznikoff
(Método o reconocimiento)
No hay ideas sino en las cosas. ...No hay ideas sino en los Hechos.
William Carlos Williams
La vista es lo que el ojo encuentra.
Louis Zukofsky
Trato directo con la cosa ... (u objeto).
Ezra Pound, 1912
Presentación, no alusión.
Ezra Pound
Hablar con los hechos.
Vernáculo
El objeto natural siempre es el símbolo más adecuado.
Ezra Pound
Las cosas son símbolos de sí mismas.
Chgyam Trungpa Rinpoche
Los detalles son la Vida de la Prosa.
Jack Kerouac
Fragmentos intensos de la lengua hablada: mejor.
A.G.
La economía de las palabras.
Ezra Pound
Máximo de información, múmero mínimo de sílabas.
A.G.
Saborea los vocales, aprecia los consonantes.
A.G .
Componer siguiendo la secuencia de una frase musical, no la del metrónomo.
Ezra Pound
Sólo la emoción objetivada perdura.
Louis Zukofsky
(Resultado o Apreciación)
Spiritus = Respiración = Inspiración = Respiración sin obstáculos.
Solo con lo Solo.
Plotino
Sunyata (sánscrito) = Ku (japonés) = Vacío
¿Cúal es el sonido de una mano al aplaudir?
Koan Zen
¿Cúal era tu rostro antes de nacer?
Koan Zen
Vipassana (sánscrito) = Visión Clara
La meta del arte es suspender el tiempo.
Bob Dylan
Voy a tratar de hablar con palabras audaces y quiero que escuchen con audacia.
Chuang Tzu
La sencillez destruye a la paranoia.
A.G.
Ser hombres, no destructores.
Ezra Pound
Hazlo nuevo.
Ezra Pound
Que en tinta negra mi amor brille todavía.
W. Shakespeare, Sonetos
Sólo la emoción perdura.
Ezra Pound
Mientras esté aquí
A.G.
Instituto Naropa, julio de 1992; Nueva York, junio de 1993.
Tomado de los Anales de la Escuela Jack Kerouac, editados por Anne Waldman y Andrew Shelling.
Traducción: Miruna Achim
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Había oído que el polvillo que tienen las mariposas en las alas era venenoso. Por eso después de atrapar una con los dedos, siempre me lavaba escrupulosamente las manos con agua y jabón. También me dijeron que los pétalos del diente de león, que era interesante esparcir soplando, si te entraban a los ojos te dejaban ciego. Y que si soplas a los ojos de un niño que está haciendo el bizco, se queda bizco. Y creí que no hay que despertar a los sonámbulos. Y cuando me dijeron ``a los niños que se masturban les crece un pelo en la mano'', yo caí en la trampa y me volví a ver la palma de mi mano, y se rieron de mí por la involuntaria confesión de culpa. Me dijeron que había una sustancia llamada yombina (no sé si así se escribe) que hacía entrar en ardor sexual a las mujeres, y lo creí. Y cuando un niño más entendido en esas cosas me previno diciendo que ``eso se usaba con las vacas'', pero que era peligroso usarlo con las mujeres porque las hacía caer en ``furor uterino'', también le creí. Y la expresión ``furor uterino'', que no entendí bien, quedó grabada en mi memoria como algo en extremo temible y peligroso que podía atacar a las mujeres. Y creí en las invasiones de hormigas llamadas, como en la película, marabunta, pero cuando me dijeron que toda esa enorme cantidad de hormigas eran hermanas carnales y nacían de una misma madre, una reina gigantesca, atleta del parto, no lo pude creer. Tampoco pude creer cuando mi primo Pedro, que estudiaba física, me explicó que los rayos podían no caer de las nubes, sino subir desde el suelo hacia las nubes, que daba lo mismo porque el rayo no hacía más que unir dos polos de signo diferente. Y a veces me torturaba pensando que el espacio era infinito y decía imaginándome un espacio gris ``y sigue y sigue'' hasta que sentía verdadero terror. Y eso se me quitó definitivamente hasta que ya era grande y leí en Aristóteles la distinción entre infinito potencial, que resulta de un procedimiento que puedes aplicar una y otra vez sin parar nunca, e infinito actual, que es un conjunto que no tiene fin, pero que no puede existir. Opinión ésta, que el infinito actual no existe, que suscribe Wittgenstein, pero que rechazan Leibnitz, Cantor y Kurt Goedel. Y yo, claro, me situé en el lado de Aristóteles y creí en lo que él dice. Y creí en los ángeles y en los Reyes Magos. Y un día que mi padre, en la mesa, enojado, vociferó: ``Sólo un retrasado mental puede creer en esas cosas a tu edad'', me eché a llorar porque yo sí creía todavía en esas cosas. Y mi padre no sabía qué hacer con mi llanto y desilusión. Y cuando mi vecino, Alex, que era un niño más chico que yo, pero mucho más despierto, me explicó cómo se realiza el apareamiento de los humanos, me pareció difícil de creer por barroco y vergonzoso. Pero debo haberle creído porque, me cuenta mi madre, luego le pregunté a ella ``si también andaba haciendo esas cosas''. Y creí un tiempo que los gusanos azotadores nacían de la lluvia. Y todavía no sé si es cierto, como creí alguna vez, que las liebres, como los buitres y los zopilotes, devoran la carne descompuesta de los cadáveres de otros animales. Y creí, al regresar de la escuela, que pisar las grietas del pavimento era de mala suerte y avancé a saltos por la calle. Y creí que el Sol gira alrededor de la Tierra y que todas las estrellas están a la misma distancia.
La ciencia ficción tiene por objetivo fundamental prevenirnos contra los excesos de la cultura y en especial de la tecnología. Pero también tiene la función de familiarizarnos con los engendros de la ciencia y en cierta forma prepararnos para utilizar, consumir y someternos a nuevos productos y realidades. Basta retroceder a la década de los setenta para encontrar que en la cultura popular estaba latente la desconfianza, el temor y el rechazo a las mentes artificiales. Las inmensas computadoras no tenían nada de domésticas y sus representaciones en el cine y la literatura les eran rara vez favorables. En el mejor de los casos aparecían como robots caricaturizados, como el de la serie televisiva Perdidos en el espacio. Pero en general prevalecía la imagen de HAL, la computadora pragmática y traicionera de 2001, Odisea del espacio, de Kubrick (1968), que se convirtió en el estándar de la fría inteligencia maquinal. No obstante, a lo largo de los últimos 20 años esta imagen ha cambiado radicalmente, en buena parte gracias a el abaratamiento de la tecnología, a la publicidad y a algunos relatos de ciencia ficción que han creado una imagen menos negativa de la máquina, bien como herramienta servicial (desde Robocop hasta la Power book de Apple que salva a la humanidad, en Día de la independencia), o como compañero fiel (el androide Data, de la nueva generación de Viaje a las estrellas).
Nosotros y ellas
Las computadoras han logrado conquistar un nicho privilegiado en la cultura, han creado la ilusión de tener algo semejante a una conciencia, han adquirido la calidad de seres semivivos, se han vuelto domésticas y penetrado en casi todos los quehaceres humanos. A pesar de que las computadoras están muy lejos de ser inteligentes o racionales en el sentido humano, cada vez nos es más difícil precisar qué nos hace diferentes a ellas. En la imaginación popular lo que nos distingue de las computadoras es percibir sensaciones vitales, emociones, sensualidad y la impredictibilidad de nuestra naturaleza. Pero la línea que nos separa de las máquinas se vuelve borrosa cuando descubrimos nuestra propia programación, codificada en el genoma humano, y las computadoras comienzan a jugar un papel social importante en las cibercomunidades de Internet. Para medir la calidad de un programa de Inteligencia Artificial y determinar de manera formal la frontera entre la inteligencia maquinal y la humana, se ha aplicado desde principios de los cincuenta el modelo establecido por el matemático inglés Alan Turing. La prueba de Turing, que él denominó Juego de Imitación, consiste en que una persona (no particularmente un experto) hace preguntas a través de una terminal de computadora a un interlocutor cuya naturaleza (humana o maquinal) desconoce. Para que una máquina (o más bien un bot, como se conoce ahora a estas entidades) pase la prueba, debe engañar al entrevistador al hablar sobre cualquier tema. La idea fundamental era que si una máquina podía engañar a una persona cualquiera, eso quería decir que podía hablar acerca de cosas como vida social, romances, celos, miedo, así como mostrar ironía, sentido del humor y emociones. No se trataba de juzgar a las máquinas por lo que eran sino por lo que hacían. La prueba nos habla del verdadero objetivo de quienes se dedicaban a desarrollar la Inteligencia Artificial: no se trataba tanto de engendrar una mente sino de engañar a una persona común. Como escribe Sherry Turkle en Life on the Screen, el programa debía imitar el comportamiento verbal humano, no su psicología. Philip K. Dick estuvo obsesionado hasta su muerte por el carácter taimado de las mentes sintéticas que sistemáticamente buscaban engañar a los hombres al hacerse pasar por personas. Dick adaptó el juego de Turing en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, a la prueba de Voigt-Kampf que utilizan los policías (blade runners en la película de Ridley Scott) para detectar a los androides nexus. Hasta ahora, ninguna computadora ha sido capaz de pasar la prueba, y desde 1991, el empresario Hugh Loebner fundó un premio de 100 mil dólares a quien lo logre. Loebner ofrece recompensas menores para quienes pasen una prueba limitada. Las bases del concurso de Loebner están disponibles en: http://info.atm.org/Uloebner, e-mail: [email protected].
2B1
El jefe del laboratorio de media del MIT, columnista de Wired y autor del libro Being Digital/ Ser digital, Nicholas Negroponte, es uno de los pregoneros más optimistas de una feliz era cibernética. Negroponte acaba de crear, junto con otros tecnófilos, la fundación 2B1, que tiene por objetivo lanzar un programa educativo que consiste en llevar computadoras a niños de las regiones más remotas y pobres del planeta. Negroponte sabe que más de la mitad de los 1,200 millones de niños del tercer mundo, entre 6 y 11 años, no han hecho en su vida siquiera una llamada telefónica, pero asegura que la intención de este grupo es desafiar la lógica que dicta que primero hay que tener gises en las aulas y luego computadoras. La organización ofrece pagar viáticos para su primera reunión a los tercermundistas que puedan aportar algo al proyecto (http://www.2b1.org/).
Naief Yehya
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