El más reciente informe anual del programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que hoy se difunde, constituye un severo y fundamentado cuestionamiento al modelo económico adoptado por casi todas las naciones latinoamericanas -la nuestra entre ellas-, a instancias de gobiernos de países desarrollados, organismos financieros internacionales, grupos empresariales locales y centros académicos estadunidenses.
En el documento se destaca la enorme desigualdad que caracteriza los términos de intercambio financiero y comercial establecidos a raíz de la globalización económica, así como el astronómico déficit que ha implicado, para los países en desarrollo, su inserción en el mercado mundial. Significativamente, las condiciones más inequitativas de las nuevas reglas del intercambio se registran en el sector agrícola, que en naciones como la nuestra está conformado por los sectores de la población particularmente marginados. Mientras que nosotros hemos acatado la consigna de la apertura indiscriminada de fronteras y la eliminación de los subsidios agrícolas, Estados Unidos, Europa Occidental y Japón mantienen barreras proteccionistas y subsidian a sus agricultores.
Ciertamente, los efectos perversos del modelo comentado no se limitan al comercio y al flujo financiero internacionales, sino que se traducen en evidentes retrocesos en las condiciones de vida de las poblaciones.
La estrategia en cuestión, llamada comúnmente neoliberalismo, puede sintetizarse, además de las ya señaladas apertura al exterior de los mercados internos y eliminación de subsidios, en los siguientes puntos: adelgazamiento del Estado, privatización generalizada de bienes públicos, estricto control monetario y políticas de austeridad orientadas a combatir la inflación, desregulación, recorte de programas sociales y reducción de los mecanismos de redistribución del ingreso en general, y trato privilegiado a los sectores financieros y comerciales por sobre los productivos.
A su vez, las consecuencias sociales más graves del modelo han sido un proceso acelerado y brutal de concentración de la riqueza, el incremento de las desigualdades, la marginación de grandes grupos de población de la economía activa, la contracción y depresión de los mercados internos, el desmantelamiento de miles de empresas e industrias y el consiguiente crecimiento del desempleo y del denominado sector informal.
Todas estas condiciones se aplican a nuestro país, en donde, con diversos acentos y matices, la política económica ha venido conformándose, durante los últimos tres lustros, con base en los lineamientos señalados, y sin escuchar a las múltiples voces disidentes que, desde la academia, la oposición partidista, los medios, las organizaciones sociales, las instituciones religiosas, las comunidades indígenas en rebelión del sureste del país, e incluso desde el interior de la administración pública, han alertado sobre los gravísimos costos humanos de tal estrategia.
Por el contrario, hasta hace pocos años las autoridades celebraban la inminencia de nuestro arribo al Primer Mundo, y para confirmarlo gestionaron la entrada del país a la Organización de Cooperación y Desa- rrollo Económico (OCDE), que agrupa a dos docenas de naciones de gran desarrollo económico.
Sería pertinente, ahora, contrastar esa afiliación con el sitio número 50 que el informe del PNUD le otorga a México en el índice de desarrollo humano y reconocer la distancia entre las expectativas generadas por el neoliberalismo y las dolorosas realidades en que se ha traducido.
Finalmente, ha de señalarse que el informe del organismo internacional no agrega nada sustancial a lo mucho que se ha argumentado en México acerca de las miserias del modelo imperante; simplemente refuerza la solidez y la justeza de tales argumentos y constituye una señal de alerta adicional que debiera llevar a los responsables del manejo económico nacional a reconsiderar y reorientar las políticas en vigor.