De repente las palabras son cortas. No construyen, se pierden. Su propósito, paradójicamente, es transformado en despropósito cuando el fin o el destino es irremediable, incomprensible. Pueden ser tan perdidas e inútiles, que incluso antes de pronunciarse o escribirse se conoce su suerte: el vacío que nunca se llena. Pueden también ser irrelevantes y conllevar fracaso. O bien, ser todo lo anterior: la suma de la inutilidad. Construir sobre las causas que orillan a los jóvenes a suicidarse es una de esas situaciones limítrofes. Las palabras, en esa circunstancia, son como voces que se ahogan en la nada. Carecen de alma. Ni hay destinataro, ni existe el consuelo, ni hay solución posible; incluso las letras que conforman la reflexión y el apoyo se duelen a sí mismas.
Los jóvenes que se suicidan estrangulan. Porque el acto pregunta infinitamente y nos encajona. Porque los suicidios ocurren en el mare mágnum de la vida contemporánea. La molécula y el espacio han sido conquistados y el ser humano reinventado. Poco nos queda por descubrir. El fin último, el leitmotiv, de los laboratorios primermundistas será pronto suprimir la muerte. Queda, sin embargo, entre otras, una cuestión y un gran hueco ajeno a la tecnología de fin de siglo: ¿qué nos dicen, qué nos preguntan los jóvenes que optan por quitarse la vida? No hay duda que es más fácil desarmar el universo y clonar al ser humano que penetrar el alma.
El suicidio del jóven no es el del viejo. No es lo mismo optar por la muerte caminada la vida, cuando se sabe que el pasado fue mejor que el futuro, que renunciar a ella, en épocas de propósitos, de metas, de rebeldía. Hay ancianos que consideran que la muerte o el suicidio es cura para sus males, o incluso, respuesta a su pasado. Así lo dicen o escriben al despedirse. Y con su acto resumen su deseo, su historia. Es por eso que los suicidios de los viejos obliteran el espacio para las sorpresas. Cuando Virginia Woolf encontró la muerte en las aguas del río Ouse, su edad --59 años-- no era la de una vieja, pero en cambio, las marcas que el tiempo había acumulado en su alma, la habían alejado de la vida. La suma de algunos transtornos mentales recurrentes la empujaron a solucionar su existencia. Su muerte, leída a través de las enfermedades que destrozan, se entiende. Pero, ¿qué decir de los jóvenes?
De acuerdo a estudios reciente efectuados en Estados Unidos, la tasa de suicidios se ha incrementado. Mientras que en 1950 la frecuencia era de 2.7 por 100 mil habitantes, en 1980 era de 8.5. En esta década, se considera que es la tercera causa de muerte en individuos entre 15 y 24 años. Se sabe también que en la gran mayoría de los casos --no hay datos exactos-- el procedimiento fracasa. En cambio, entre el 0.1 por ciento y el 10 por ciento encontrará el fin en intentos futuros. El denominador común en estas historias es la sensación de soledad, de desamparo. Otros factores que se han identificado son drogadicción, historia familiar de suicidios, y, en el 90 por ciento de los casos antecedentes de alteraciones psiquiátricas. Es común que antes de intentarlo, los jóvenes se obsesionen con el tema de la muerte, hablen del suicidio, regalen sus pertenencias y muestren datos de depresión. A pesar de la inmensa complejidad para prevenir el suicidio, los factores anteriores deben servir como señales de alerta.
La frecuencia creciente de muertes voluntarias en jóvenes es razón suficiente para repasar nuestra condición. Inmersos en los avances de la tecnología corren en forma paralela las guerras, el hambre y la soledad. El suicidio de un adolescente resume muchos de los desencuentros anteriores y es un dato inequívoco de escepticismo. El colofón podría decir así: los jóvenes suicidas escogen esa vía para curar su mal, sus padeceres, para denunciar la creciente distancia humano-humano. Y la síntesis de esos actos debería adentrarnos al interior del ser para luego repensar los vínculos entre desesperanza y escepticismo. E. M. Cioran, constructor de la vaciedad, tenía razón cuando al hablar de la soledad y el dolor del ser humano afirmaba que ``...si tuviésemos una memoria milagrosamente actual que guardara la totalidad de nuestras penas pasadas, sucumbiríamos bajo tal carga. La vida es posible por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria''.