Francisco Vidargas
Finimilenio en el Carrillo Gil

La exposición Las transgresiones al cuerpo, según el curador Edgardo Ganado Kim, no sólo responde a un sondeo de temas alejados de lo cotidiano, sino que también se apuntala en aquello que se nos presenta como inmediato. A partir de eso ``nos podemos acercar a campos de conciencia poco explorados de nuestro entorno''. Está integrada por obras de 56 artistas y de un colectivo (Semefo) y explora prácticamente todas las modalidades: instalación, escultura, video, objeto, pintura, grabado, escultura y fotografía. En cierto modo guarda relación con la curaduría de Jean Clair para el centenario de la Bienal de Venecia (1995) y aunque por sentado se da que no tiene similares alcances, ni contó con más recursos que los habituales (la experiencia del curador y del personal del museo y la colaboración entusiasta de los participantes) es una muestra bien ideada y museografiada con excelente sentido.

Sólo dos de los participantes están incapacitados para observarse a sí mismos en esta antología sobre mutilaciones, desechos, deformidad, escatología, necrofilia y cosas afines: son Enrique Guzmán (con una selección cortesía de Galería Arvil) y Marcos Kurtycz a quien sin duda hubiera correspondido el happening inaugural. Su participación fue proporcionada por la fotógrafa Ana Casas, representada con obras de su serie Viena que yo ya había admirado (convulsivamente) en alguna ocasión. De hecho la gran mayoría de los trabajos exhibidos ya habían sido vistos en otros lugares, cosa que lejos de demeritar la exposición, la amerita, pues ahora afianzan a un guión temático y se les ve de otro modo. Habrá quien recuerde piezas transgresoras del cuerpo que no están presentes, o quienes experimenten efectos reiterativos al ver más autopsias de Marta Pacheco, o el busto claveteado (en vez de alanceado) de Javier Marín, por ejemplo, pero eso es inevitable en cualquier colectiva.

Todas las obras son pertinentes: desde la limpia instalación de Carlos Aguirre, sin título referida probablemente al tema del desollado (Marsias, San Bartolomé) hasta las puntasecas de Armando Eguiza con el tema de la morgue, quizá más inquietantes que la realista imprimatura de un cadáver empapado en sangre (al estilo del velo de la Verónica) de Semefo. Sin embargo hay algo que alecciona: la sangre sólo es roja cuando circulan las plaquetas y ya seca ``no tiñe de rojo'' como dice cierta canción, sino de un siena grisáceo repugnante. Sin embargo, siempre tiene que haber una excepción que confirma la regla, encarnada en este caso en la participación de Eduardo Abaroa, Irrupción metafísica de los hombres desperdicio, a pesar del juego de palabras entre la denominación y lo que hay (un montículo de revistas con portadas porno, de modelos femeninas) me parece que esto se ha visto en exceso desde hace mucho tiempo. Pero no es lo nuevo lo que aquí se ha querido conjuntar, sino lo que se adhiere a una larga cadena de significantes que toman como eje ya no en todos los casos la representación del cuerpo, sino del fenómeno corporal con sus posibles sucedáneos.

Una de las obras que más me impresionó es la Caja de uñas (1994) de Mónica Castillo. Es un estuche tipo joyero en el que con la paciencia de Job la autora reunió centenares de los excedentes de sus propias uñas. Las nítidas y pequeñas medias lunas integran una fisonomía distorsionada en relieve. Ya había yo visto muchas uñitas integradas a una composición de la brasileña Elisa Campos, artista nacida en 1964 que debe ser de la misma generación que Mónica, pero ésta configuró sólo una coronita y no la metió en esa especie de relicario que la mexicana realizó pareándolo con otro de idénticas dimensiones en algo reminiscente de uno de los más afortunados objetos surrealistas: la taza con la cuchara forrada de piel de Meret Oppenheimer.

Otro conjunto de muy buen nivel es el de Patricia Soriano, ofreciendo la misma opción que privilegia Marco Arce: una serie de pequeños cuadros, pintados con indudable garra de pintora, entreverando monstruosidades terribles (un bebé talidomínico inimaginable, un glande sin su entorno, una boca más obscena que el glande) con imágenes tranquilas, como un florero o el retrato de una joven. Por su parte, Arce (vecino museográfico de la anterior) esta vez se encuentra representado con dibujos también de pequeñas dimensiones, en tanto que Daniel Guzmán usa la palabra y la ilustración dando igual valor a una que a otra, pero no a la manera de las tiras cómicas. A José Raúl Pérez corresponden unas fotografías ambiguas. Sin ver la ficha técnica se pensaría que son humanos espantosos, pero más vivos que cualquiera, sin embargo son rostros de cadáveres no identificados. Otra fotografía notable, de gran formato, es la de Adolfo Pérez Butrón (1995) conjuntando un ficticio glamour con la inyección letal de los condenados a muerte.