Con las victorias socialistas en Europa, y como era inevitable, han surgido dudas sobre la disponibilidad de los nuevos gobiernos a defender, con la fuerza necesaria, el camino a la moneda única. Sin embargo, reunidos en Malmoe, Suecia, los socialistas europeos han terminado por avalar la inamovibilidad del plazo del 1o de enero de 1999 para la puesta en marcha de la Unión Económica y Monetaria. Vistos los sacrificios sociales que la moneda única está imponiendo a los europeos habría materia para discutir sobre lo correcto o menos de la decisión. Sin embargo, es obvio que Europa no puede perder la cita con la moneda única.
Ya es tarde para modificar la agenda; los contragolpes en términos de confianza, los riesgos de volver a tocar las fanfarrias de una derecha extrema siempre proclive al nacionalismo, serían ahora demasiado elevados. Así no habría sido, hay que decir, si la decisión de aplazar las fechas de Maastricht se hubiera tomado a tiempo; un par de años atrás, por ejemplo. Pero ahora, cuando Europa se encuentra casi del otro lado del río no se puede volver hacia el centro de la corriente. Mejor hubiera sido que la moneda única se hubiera consolidado en un ambiente de mayor consenso social. En la historia, evidentemente, nadie es dueño de todo el tablero.
Una cosa necesita aclararse. Europa no es solamente una idea de profundas raíces históricas y culturales, ha sido, en la segunda mitad de este siglo, el paradigma rector de la ausencia de guerras nacionales desastrosas y de un crecimiento económico que ha beneficiado a todos, o casi, los ciudadanos europeos. Defender la construcción de una Europa unida en la diversidad es defender una idea de futuro posible, pero también el bienestar de hoy, no obstante sus graves desigualdades.
La construcción de Europa es una de las formas mundiales de construcción de nuevos espacios de cooperación y entendimiento entre países cercanos. Proceso de regionalización de la economía mundial, dicen algunos. Y los éxitos están ahí, aún en medio de dificultades que permanecen grandes. En una década, los cuatro países miembros del Mercosur han incrementado sus intercambios recíprocos en una cantidad que no tiene antecedentes históricos. E, inevitablemente, la mayor complementariedad económica exige ahora coordinación de decisiones de las cuales las sociedades no pueden ser excluidas.
Algo similar encontramos en el otro extremo de la geografía: un Tratado de Libre Comercio de América del Norte que, no obstante la combinación de desgracias y tropezones económicos, ha llevado a México, en pocos años, a convertirse en forma estable en el principal exportador latinoamericano. Algo va en la dirección correcta. Por suerte, porque varias otras cosas no van en el mismo sentido.
Hagamos un listado brutalmente simple de las bombas que permanecen activas en el camino de la integración regional. En Europa: la insuficiente atención a los temas del desempleo y el nacionalismo de derechas extremas que incrementan su caudal electoral. En el Mercosur: la proclividad recurrente al presidencialismo carismático y la impotencia mostrada hasta aquí para conciliar crecimiento económico con integración social. En el TLC: el caracter errático de un crecimiento económico mexicano que aún no encuentra cimientos sólidos de largo plazo y la vacilante capacidad de Estados Unidos para evaluar, con la mirada puesta en el futuro, la combinación de beneficios y costos del TLC, evitando tentaciones de decisionismo imperial.
La regionalización económica de estos años es quizás la mejor propuesta de organización futura del mundo después del fin de la edad del bipolarismo. Una propuesta que las izquierdas no pueden dejar en manos de tecnócratas o de políticos (conservadores o no) de bajo vuelo. No obstante sus dudas y cautelas, la decisión de los socialistas europeos de sostener el objetivo de la moneda única es una señal en el sentido correcto. Para Europa y para otras regiones del mundo que intentan convertir los mayores intercambios comerciales en una apuesta de cooperación y solidaridad regionales.