Resulta paradójico que la densidad de las páginas, la sensación de saberlas surgir de las hondas brechas del espíritu no haga nunca a un lado asuntos de otra índole. Desde luego el placer por sitios que congregan y han congregado a la gente para satisfacer el gozo de la comida, de la bebida, de la campañía. El lector se siente casi parte de esas reuniones, parroquiano del Café Florian, o de alguna trattoria o de los restaurantes de Praga y Viena o de los teatros. El lector asiste --y no como convidado de piedra-- porque Pitol logra transmitir la atmósfera, de tal manera, que casi se borra la imposibilidad de su presencia (por supuesto que la del lector). Ya que éste se instala cómodamente alrededor de la mesa, con el oído presto para seguir --él sí en silencio-- el desenvolvimiento de dicha reunión.
Por otra parte, Sergio Pitol habla de su gusto por lo fársico --más que notorio en sus libros--, habla también de la vulgaridad, propia del ser humano. Pero aquí, tendría yo que apuntar la manera elegante para ponerle puntos a las íes. Ahora que no podría ser de otra manera, ya que hay una elegancia natural en el escritor que se secreta por los poros de su escritura, pese a tratar con detalle otras secreciones.
Su conocimiento amplio de la condición humana lo hace incorporar en sus textos de ficción las diversas y divergentes facetas del hombre. Quizá sea éste uno de los rasgos propios de su obra narrativa. Recorrer la vida y la escritura con un antisolemne granito de sal. Se destaca su fina ironía que le impide --por fortuna-- tomarse completamente en serio, aunque sí, claro que sí, las cosas las toma él en serio. Y por lo mismo conmueven.
Sé que existen dos tipos de lectores: los que veneran los libros como objetos que no deben mancillarse y los que (porque seguramente se ayudan a conversar gesticulando con las manos) leen con un lápiz que subraya. Yo pertenezco a esta segunda categoría. Así, subrayé en una primera lectura pasajes que me fueron especialmente significativos, y en otra, los que me permitieran encontrar posibles citas del autor. Al escribir estas líneas, paso las hojas y encuentro tal cantidad de sitios, de gente, de reflexiones, que me dificultan la elección. Porque los trajines memoriosos de Pitol vuelven ardua la tarea. Y es que el libro podría parecer excesivo --de engolosinarme yo en mis ejemplos. Y nada más lejano al deleite de su lectura. El recorrido es grande en el tiempo vivido o convocado, así como en la geografía. Pero todo se imbrica de tal forma que vuelve a El arte de la fuga un tapiz donde con cada uno de sus hilos, cada color, cada textura se consigue un tejido más que acabado.
Es claro que los orígenes familiares de Pitol lo marcaron profundamente: un veracruzano de raíces italianas que lo van a llevar --como a Telémaco-- a la búsqueda de sus huellas patriarcales. El viaje comenzó en la niñez a través de sus lecturas y siguió después de otras maneras, hasta convertirse, Sergio, en un mexicano ciudadano del mundo, de los mundos. Esta circunstancia --como la miopía-- le ha permitido ver con minucia sus alrededores. Encontrarse en casa en muchos sitios, en muchas lenguas, en muchas manifestaciones artísticas. Pero, también, tomar distancia, para hacer, luego, el recorrido inverso con la memoria y con la pluma. La sensación de extranjería acaso sea la que lo hizo elegir el vehículo de la tolerancia para lanzarse a recorrer los parajes. Leyéndolo, uno descubre los hilos bien anudados del tapiz. Los nombres se nos presentan como primero ruso y luego universal, primero español y luego universal, primero polaco y luego universal.
Es mi experiencia que mucha gente con familia de orígenes extranjeros permanece extranjera siempre. Extranjera en el país de nacimiento, extranjera en el país de origen. No ciudadana del mundo, sino apátrida, indiferente al devenir histórico. En el caso de Sergio Pitol, la misma entrega amorosa al amplio mundo, es su amorosa entrega a las circunstancias de su país. No vive en una torre de marfil, vive en una época y en un sitio concretos que lo conmueven y marcan. No es un político, pero sí es un hombre que incorpora lo político en sus reflexiones. ``Si bien es cierto que vivimos tiempos crueles, también es cierto que estamos en tiempos de prodigios'' es la frase que cierra el último capítulo, ``Viaje a Chiapas'', del libro.
Y a lo largo del volumen se fueron entreverando preocupaciones de este orden. Sergio se detiene a narrar algunas lecturas especialmente significativas. Y una de éstas lleva largas citas de Galdós de La corte de Carlos IV, así como los propios comentarios de Pitol sobre la pintura de Goya. Y uno va atisbando la fatalidad nitzscheana del eterno retorno. Los puentes se establecen --una vez más-- solos en el texto. Un sitio, otro, un siglo, otro, un gobernante, otro. Además, en estas mismas páginas dice Sergio refiriéndose al escritor y al pintor: ``Descubrí que la cotidianidad y el delirio, lo trágico y lo grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una moneda, sino que logran integrar en plenitud una misma entidad''. Pienso que este comentario resume ciertas constantes escriturales de Sergio Pitol.
Para terminar, me gustaría decir que en este diálogo mío con El arte de la fuga, el autor me tendió puentes más grandes de los que él pueda sospechar. Así, comparto muchos de sus amores en el arte, ciertas ciudades, la literatura, que nos abrió sus puertas generosas con los mismos escritores en la niñez y adolescencia, y después con muchos más. Pero no sólo es ahí. Este libro es espejo brillante donde mi pequeña figura crece. Porque sí, porque yo me siento reflejada, como esas sombras que se prolongan en el muro. No sé si se trate de la distorsión de mi propia miopía, no sé si se trate de ciertas afinidades intuitivas o razonadas.
Las travesías en barco que conmovieron a Sergio, también me conmovieron a mí, desde la primera vez que navegué en mi infancia, para conocer la tierra de los abuelos. También mi familia llegó de Europa a asentarse en el estado de Veracruz. Y yo soñé, imaginé y nunca pude a ir al Ojo de Agua, donde nace el río Atoyac, cerca de Paraje Nuevo, que en boca de mis parientes se trataba de una excursión inolvidable. Era yo niña, y sentí envidia, y deseé con fuerza conocer ese sitio maravilloso. Ahora leo que no estaba equivocada. Me es imposible recordar las palabras oídas en mi infancia; pero reproduzco, con emoción, las de Sergio Pitol: ``Caminábamos después otro trecho de selva hasta llegar a un punto (...) desde donde es posible contemplar el paraíso: el ojo de agua, situado abajo de un telón de rocas que mi memoria reproduce como un escenario de grandeza wagneriana. Al acercarnos al lugar empezábamos a percibir ciertos movimientos misteriosos en el agua y en los yerbajos de las márgenes. Poco a poco se iban corporeizando y definiendo; eran las nutrias, los maravillosos perros de agua que poblaban aquellos parajes desde los primeros días de la creación. De haber permanecido allí, nada les habría ocurrido''. Pero salieron, salió Sergio y yo nunca fui.